Dicen que el burro no es de donde
nace sino de donde pace. Yo, hombre refranero –puñetero que diría otro -, soy
de los que siempre ha pensado que la cultura popular siempre tiene su razón de
ser aunque en este caso, en cierta manera, muestro mi rotundo rechazo a este
hecho.
Como ya sabéis soy vallisoletano y
si me apuran más ni eso, porque soy “raposo” de cuna, ya que nací en San
Cebrián de Mazote, pueblecito de Valladolid de apenas 180 habitantes, y así nos
llaman a los naturales de allí; aunque para no faltar a la verdad me crie en el
barrio de la Rondilla de la capital pucelana.
Los avatares de la vida me han
llevado a recorrer muchos puntos de la geografía española y a vivir en unos
cuantos de ellos: Valladolid, Lodosa en Navarra, Madrid, Alcorcón, Cádiz y El
Puerto de Santa María, donde tengo mi residencia oficial. Digo mi residencia
oficial porque aunque allí estoy empadronado y mis hijos son portuenses, desde
hace casi cinco años hay un pueblecito de sierra de Cádiz que más que adoptarlo
yo, él ha hecho lo propio conmigo.
Villaluenga del Rosario, el pueblo
más pequeño de la provincia gaditana además del que se encuentra a mayor
altitud, fue un descubrimiento para mí gracias a un curso del Grupo Scout San
Pablo en el que me preparaba para descubrir más que una filosofía, la scout,
una manera de vivir. Mis hermanos scouts Sergio y Ana tenían una casa alquilada
a medias con César “el Chino”; la cuestión es que unos meses después se
quedaron solos con la casa y hablando, que es como se entiende la gente,
acordamos que nosotros pasaríamos a ocupar el lugar de César.
Durante casi dos años
compartimos la casa, o mejor dicho, convivimos, porque al contrario de lo que
la gente pensaba, no es que nos turnásemos los fines de semana, sino que
hacíamos todo lo posible para coincidir y disfrutar juntos de todo lo que
brinda el pueblo: fiestas, parajes, excursiones, y lo que os podáis imaginar
que se puede hacer en el paraíso. Las noches se convertían en eternas partidas
a las cartas junto a David o Carmen, otra amiga de El Puerto medio adopta por el
embrujo de estos lares; después llegó la marcha también de Sergio y Ana, ante
lo que Mara y yo tomamos la determinación de, aun sabiendo el gran sacrificio
que nos iba a suponer privándonos de muchas cosas, mantendríamos nosotros solos
el alquiler y mantenimiento de la casa. Por suerte, y como Dios aprieta pero no
ahoga, desde hace unas semanas hemos ampliado la “familia” con Zoraida, Zori y
José ya que nuestro santuario también se ha convertido en el de ellos,
haciéndonos a todos más livianas las cargas, ocurriendo al igual que pasaba con
Sergio y Ana, que el objetivo es compartir, no repartir la casa.
A cualquiera que llegue a nuestro
rincón payoyo le llama la atención que en las paredes del salón, donde “hacemos
la vida”, resaltan un par de grandes marcos convertidos en collage de fotos:
inacabados siempre porque siempre hay sitio para más fotos. En ellas, como si
de un álbum familiar se tratase, aparecen todos los amigos y gente querida que
han compartido buenos momentos con nosotros entre estas cuatro paredes durante
estos años.
Villaluenga para nosotros tiene
todas las ventajas que podamos imaginar para desaparecer, entre éstas destaca
el hecho que nos permite disfrutar de una privacidad selectiva que solo se ve
rota por la gente que queremos. Estar a “hora y pico” de casa, con tramos de
carretera de montaña, implica, por suerte para nosotros, que mucha gente se lo
piense dos veces antes de emprender viaje y pasar por la puerta de La Manga.
Dicho así suena feo, pero no por ello deja de ser más cierto que si para quien
busca paz y tranquilidad en un rincón, ésta se ve continuamente invadida, ese
rincón deja de cumplir su objetivo y hay que cambiarlo; y en nuestro caso, con
este nuestro rincón payoyo, no se da ese hecho. Como decía el otro: “yo no soy
clasista, solo soy ordenado”.
Mi padre siempre decía que su casa
era “la posada de la estrella” porque en ella siempre había amigos de sus hijos
que tenían las puertas abiertas; y en cualquier momento que llegabas te podías
encontrar con alguien que, estando de paso, tenía cama y plato caliente puesto
en la mesa y para eso Hilario y Mariluz eran los número uno. Esa filosofía, al
igual que otras muchas, forman parte de mi herencia, no la material que esa
bien poco importa, sino la de aquello que aprendes para querer y que te
quieran.
Durante estos años hemos compartido
momentos con mucha gente retratada en nuestras fotos: hermanos scouts, Chepa y
Patri, Jesús y Marisa, Borja, el Chino y Eli, Javier e Isabel, además de los
que llegaron de paso que también encontraron las puertas abiertas y un vaso de
vino servido para limpiar el polvo del camino de sus gargantas. Todos queridos
por nosotros o, por lo que decía antes de la privacidad, escogidos con
precisión quirúrgica; porque gracias a Dios, a ciertas edades, nos podemos
permitir sin reprocharnos nada, elegir a la gente que nos rodea.
La vida para nosotros en Villaluenga
en estos años también ha ido cambiando y evolucionando hasta el punto de
cumplirse lo ya dicho al principio: el pueblo, sus gentes, nos han adoptado.
Muchos de los payoyos han pasado de ser simples conocidos con los que nos
cruzábamos y saludábamos cortésmente dándonos los buenos días o lo que
correspondiese, a ser vecinos con los que compartimos charla y ratos; incluso
el pequeño de la casa, ha optado por ampliar su familia particular, tomando
como tíos y primos a gente que realmente lo merece porque han tocado su
corazón.
Nuestro santuario no se detiene en
la puerta de la Calle Trabajosa; nuestro santuario es todo el pueblo y lo que
contiene y le rodea. Desde que pasas por La Manga hasta cualquiera de sus
límites: Los Llanos del Republicano, Los Navazos; sobre la Sierra del Caíllo,
La Sierra del Endrinal… En nuestro
santuario entra solo gente escogida, porque aunque parezca egoísta el hecho, un
santuario es eso, el sitio donde no todo el mundo puede acceder, donde hay que
ganarse el derecho a entrar, como ocurre con nuestros corazones.
Sigo siendo “raposo”, pucelano,
incluso “ahumado” de Tordehumos, el pueblo de mi madre y lo llevo por bandera,
pero he de reconocer que también me siento payoyo porque si bien para mí no se
cumple el refrán “el burro no es de donde nace…”, sí se cumple otro: “de bien
nacidos es ser agradecidos” y a Villaluenga del Rosario he de agradecerle
muchas cosas.
Recibid un fraternal abrazo y un
apretón de mano izquierda.
Juan J. López Cartón
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