jueves, 13 de agosto de 2015

CARPE DIEM


            Vive el momento, vive el día a día, disfruta cada minuto, cada segundo porque nunca sabes lo que te espera a la vuelta de la esquina.

            Este “latinajo” atribuido al poeta romano Horacio, demasiado manido a veces y en demasiadas ocasiones mal entendido, lo descubrí cuando contaba con dieciséis años en mi primer “encuentro juvenil misionero” organizado por los Misioneros del Verbo Divino en Dueñas. La costumbre que teníamos del último día firmar y dejar mensajes en las carpetas de los compañeros que durante tres días habíamos compartido vivencias, sensaciones y sentimientos. Yo acababa de dejar el seminario y me encontraba desorientado en un punto de mi vida, en un cruce de caminos sin tener realmente claro cuál sería el siguiente paso a dar. Como digo, en las dedicatorias escribíamos lo que nos había transmitido esa persona concreta y lo que le deseábamos para el futuro. Ana escribió esas dos palabras y yo que el latín siempre lo tuve atravesado, no sabía lo que significaba, así que le pregunté directamente a ella y su respuesta fue simplemente: “descúbrelo tú”. Este fue de esos momentos que sin saber porqué, sin ser cruciales en tu vida, se quedan grabados en tu memoria por los restos. Está claro que de vuelta a casa lo primero que hice pue descubrir el significado de la expresión, aunque para comprender el sentido de ésta se necesita mucho más tiempo, incluso diría el resto de nuestras vidas, y como suelo decir… en ello estoy.

            Este fin de semana he comenzado mis vacaciones estivales. Como cada viernes, al llegar del trabajo, Mara tenía casi listas todas las cosas para irnos a Villaluenga con planes de vuelta para el lunes aprovechando los días. Fin de semana grande en el pueblo, con la celebración de San Roque y, durante el sábado, la suelta del “Toro de cuerda” por las calles. Gente, mucha gente, con ganas de disfrutar y bailar con la música en la caseta municipal. El domingo la procesión de San roque tras la misa y fiesta, fiesta hasta que el cuerpo aguante amaneciendo ya el lunes. Con mucho calor, bochorno más bien; con el cielo encapotado y descargando alguna que otra nube, el plan se presumía perfecto para disfrutar y pasarlo bien.

            Pero cuando parece que todo está en su sitio, que no habrá nada que rompa esa tranquilidad aunque sea envuelta en alboroto, la vida tiene la mala costumbre de recordarnos con bofetadas que no podemos despistarnos y que debemos vivir minuto a minuto, dejando que los planes vayan llegando uno tras otro. Una primera guantada llegó mientras estábamos viendo el toro de la mañana cuando nos contaron que alguien, amigo nuestro, con el que hace unas semanas estábamos pasándolo fenomenal en la boda de otro amigo, había pasado por quirófano y este año tendría que vivir la fiesta, con lo que a él le gusta la fiesta, desde el banquillo; más que desde el banquillo desde la grada, porque la intervención no era precisamente de apendicitis y digamos que todo el jaleo que se organiza en el pueblo, no lejos de su casa, no era precisamente lo que mejor le venía para el estricto reposo que le habían pedido que siguiese. Esa mañana nos pasamos por su casa a verle y allí estaba, “sentado en el banco de la paciencia” haciéndose el cuerpo y con ánimo, pensando que si este año no se podía disfrutar, otros años llegarán para desquitarse.

            Por la noche, mientras cenábamos algo en casa antes de seguir la fiesta, recibimos una llamada de teléfono contándonos que alguien de El Puerto al que nos unen muchos lazos, había decidido Dios, el destino o a quien corresponda, meter un tijeretazo y cortar así sin dar tiempo a coger aire, una vida y una familia. La verdad es que el cuerpo se nos cortó, y después de hacer varios planteamientos optamos por no volvernos antes de tiempo y quedarnos a seguir disfrutando y viviendo lo que el día a día nos estaba proponiendo; en este caso un domingo con la primera loa a San Roque y a Villaluenga gritada por nuestro hijo desde el atrio de la iglesia de San Miguel en el momento en que este se recogía de su procesión.

            Es de sentido común que el “Carpe Diem” no significa hacer lo que le dé la gana a uno por el simple hecho de vivir el instante. “Carpe Diem” es un grito a aprovechar el presente, teniendo esperanza en el futuro pero sin depender de él. Todos nos hemos planteado en algún momento y siempre se ha dicho que el futuro no está escrito, sino que lo escribimos en cada paso que damos, en cada acto que realizamos y que si bien para unos es algo que llega porque “Dios nos lo tiene previsto así”, para otros simplemente es la innecesaria preocupación por lo que vendrá, ya que este futuro ni siquiera depende solamente de nosotros mismos.

            Sería de necios pensar en vivir sin pensar en las consecuencias que tendrán nuestros actos del presente; pero es de sabios sacar todo el jugo al momento que estamos viviendo, disfrutarlo como si fuese el último, pero sin pensar que eso realmente es posible que ocurra. “Carpe Diem” para mí es algo tan sencillo como no tener vergüenza en bailar un pasodoble en medio de la plaza del pueblo cuando nadie baila, es tan simple como abrazar con todas tus fuerzas a alguien sin ser consciente que ese puede ser el último abrazo que des. Es reír o llorar, según te pida el cuerpo, sin mirar de reojo la expresión de la gente que te rodea.

            “Carpe Diem” por supuesto no es un grito de kamicace, para eso ya se inventó el “banzai”. No es un grito de nadie a quien le guste el riesgo por el riesgo, no es el leiv motiv de nadie que haga nada sabiendo que el resultado pueda ser nefasto.

            “Carpe Diem”, junto a “Siempre listos”, “Estad siempre alegres”… todas ellas frases de distintas personas en la historia que han marcado mi camino y mi vida.

            Un saludo y un apretón de mano izquierda.


            Juan J. López Cartón.

miércoles, 5 de agosto de 2015

MARILUZ: SACRIFICIO Y CORAJE


            Cuando se nos pide que definamos con pocas palabras algo que valoramos en gran medida, hemos de buscar adjetivos muy concretos que compriman definiciones y conceptos para los que a veces necesitaríamos páginas y páginas para lograr plasmar lo que queremos.
         Cuando además tenemos que pensar alguien concreto que encarne esa palabra, lo habitual es que a la cabeza nos venga la imagen de más de una persona que hacen honor a esos adjetivos o a esas definiciones.
         Estoy seguro que cuando la palabra en cuestión a definir es AMOR, a todos se nos reduce considerablemente el número de personas que merezcan esos calificativos; desde luego en mi caso así es. Por supuesto que no me refiero a pensar en alguien Global, sino alguien concreto que además influya o haya influido directamente en nuestra vida.
         Tengo claro que si a mí se me hiciese esa pregunta y que lo que tuviese que retratar fuese el AMOR, las palabras que lo definirían serían las que encabezan estas líneas y la persona que lo encarnaría sería esa mujer que las acompaña a la que le debo no mucho, sino todo: mi madre.
         En su casa siempre fue “la pequeña”. Era la más joven de los cinco hijos de Emilio y Ramona. Nació un año después que empezase la “guerra fratricida” que dividió España en dos. Vivió la despedida de alguno de sus tíos a tierras mexicanas huyendo entre otras cosas de lo que realmente nadie quería: una guerra. Sí, fue una niña de la “postguerra”, sin embargo jamás la he oído contar nada de aquella época tal vez porque en realidad, en aquella España rural, se ha contado la historia como convino a los supuestos vencedores o a los supuestos vencidos, aunque aquel pasaje, en mi humilde opinión, todos perdieron y perdimos y sólo sirvió para demostrar lo que siempre fue este país: un continuo discurso de que mis ideas son las mejores.
         Daré un salto en el tiempo porque ni soy dueño de lo que ella vivió ni estoy en la posición de contar lo que no conocí, sino que serían opiniones propias que no vienen a cuento…
         En la juventud, como cualquier joven, conoció a Hilario y tras un noviazgo no exento de sorpresas para mi padre por aquello de que alguien de otro pueblo se venga a “llevar” a una moza del pueblo no sentaba muy bien en aquella Castilla de los años 60. Cuando contaba con veintisiete años se casó con el que ha sido el hombre de su vida. Además de su marido, sobre todas las cosas, fue su compañero y parte de un tándem que duró menos de lo que ella deseaba cuando a punto de cumplir los cuarenta años de matrimonio una madrugada le sorprendió llevándose inesperadamente al que tantos tragos, buenos y malos, había tomado a medias con ella.
         Se sacrificó en todo lo que fue necesario porque su marido fuese feliz y si bien empezaron su vida en común “con una mano adelante y otra detrás” su unión y sobre todo su AMOR hizo que desde criar a biberón una camada de cerdos a llevar la comida “las tierras” mientras mi padre segaba o trabajaba en el las labores del campo, fuese más llevadera esa soledad en San Cebrián, separada de su pueblo, que tantas veces sufrió sólo atenuada por la compañía de Eulalia, la vecina.
En San Cebrián nacieron cuatro de sus hijos, y ese cuarto hijo fue tal vez el que hizo que toda su vida diese un giro de 180º y mostrase más si cabe ese coraje y ese sacrificio que solo una madre puede alcanzar; porque Dios lo quiso o más bien porque el médico que atendió el parto no hizo bien su trabajo, y provocó daños en el recién nacido que convirtieron los siguientes años en un calvario encarnados entre la soledad de una pensión del barrio de El Pilar madrileño y el hospital de La Paz.
Aun con la que se les vino encima, por el tiempo en que vivían y porque “los hijos los mandaba Dios”, poco más de un año después nació el pequeño de la casa, ya viviendo en Valladolid. Las ausencias continuadas para las operaciones y cuidados en Madrid de este que les escribe, con la necesidad de ingresos para todo lo que suponía pagar una letra de un piso y mantener los gastos de la pensión y de todo lo demás, Hilario se tuvo que ir a trabajar fuera, con lo que los otros cuatro hijos no podían quedar desamparados y como “Dios aprieta pero no ahoga”, los dos mayores tuvieron que entrar internos en el colegio de los Maristas de Valladolid, pero el tercero y el quinto de los hijos eran demasiado pequeños, uno con tres años y el otro con apenas uno, y no había solución para ellos… hasta que apareció un ángel de la guarda en la persona de D. Orencio, y aunque era duro, consiguió que les admitiesen en la casa cuna, algo muy cruel pensado fríamente, pero única salida ante una decisión que no podía ser de otra manera.
En resumen… una familia “fracturada”. Con el padre trabajando a destajo en todo lo que podía de lunes a viernes y llevando la labranza que mantenía en el pueblo los fines de semana, los dos hijos mayores internos en un  colegio y otros dos hijos en la casa cuna mientras ella sufría en soledad entre la habitación de la pensión y la vitrina de la sala de espera de la UCI pediátrica del hospital de la Paz en Madrid, Mariluz se aferraba a sus creencias y a sus convicciones de un Dios Padre que no la abandonaría y le daría fuerzas para llevarlo todo para adelante. Casi tres años duró esta situación hasta que los médico dieron el alta al pequeño con la obligación de asistir, primero cada seis meses y después cada año, a revisiones periódicas.
Y ya todos juntos, en el barrio de La Rondilla en Valladolid, comenzaría una nueva etapa, sobre todo de trabajo y educación hacia sus hijos. En esos años también se sumaría a la familia la abuela Ramona, su madre, que aunque también estaba a veces en el pueblo donde más a gusto se encontraba era en casa de “la pequeña”. Hilario consiguió colocarse en una fábrica y ya terminaron los viajes y las búsquedas continuas de trabajo, centrándose entre la fábrica y la labranza los fines de semana; por su parte Mariluz además de llevar la casa y a nuestra educación, porque la educación era más cosa de la madre, las mañanas, mientras nosotros estábamos en el colegio ella trabajaba limpiando casas, oficinas o lo que se terciase, con tal de llevar un duro a casa para llegar a fin de mes.
Por supuesto que los sobresaltos eran algo habitual; cómo no teniendo cinco hijos y como ella siempre expresa: “tengo cinco dedos igual que tengo cinco hijos, si ningún dedo es igual, lo mismo ocurre con los hijos”. La educación fue firme, a los cinco les enseñó que había que echar una mano en casa y les enseñó a todo lo que se puede enseñar para ser independientes, y en eso Mariluz no era en nada machista, así que lo mismo aprendimos a freír una camisa que a planchar un huevo… o era al revés, jajaja. La cuestión es que así fue y a todos nos mostró con el ejemplo que hay que ir asumiendo responsabilidades, cada uno la suya conforme a la edad, y para hacerle más liviana la carga y la economía iba a “La Marquesina” a comprar la fruta, y si había fruta “picada” cargaba para preparar todo tipo de confituras y dulces, y si había huevos “cascados” compraba un cartón entero para poder hacer flanes y natillas sin que se echasen a perder. Las sopas de ajo eran entonces comida de andar por casa, no como ahora que lo presentan como delicatesen en las cartas de los restaurantes. Se comía lo que había, y si un día se podía hacer un extra, era a base de mucho esfuerzo. No recuerdo tener que tirar comida porque siempre había un plato para poder aprovechar las sobras…
Mariluz trabajó mientras sus fuerzas se lo permitieron y lo dejó de hacer a medida que nosotros nos fuimos independizando y formando nuestras familias, siempre con ella y con Hilario como espejos donde mirarnos.
Cuando ya parecía que llegaba la tranquilidad de la jubilación de mi padre, con todos nosotros casados ya y con nietos, le sorprendió el momento más doloroso de su vida. Mi padre, su marido, su compañero, la soga de su caldero para sacar agua del pozo de su vida, murió de un infarto fulminante; de eso hace ahora diez años.
Desde entonces ha sabido sobreponerse al dolor sin dejar de hablar con él un solo día, pero esa fuerza, ese coraje, han hecho que aprenda a ver que la vida sigue. Ahora es momento de disfrutar y aunque alguna espina tiene clavada, lo hace lo mejor que puede, rodeada de sus hijos y nietos, unos más cerca y otros más lejos, pero siempre sobreponiéndose a los achaques y dolores que una vida de trabajo y sacrificio por su marido y por sus hijos le han dejado como cicatriz que lleva con todo el AMOR del mundo.
Con todo el AMOR de un hijo…

Juan J. López Cartón.