lunes, 16 de febrero de 2015

EL RESERVISTA



                Francisco nunca pensó que llegaría el momento; se sentía con plena vitalidad para continuar con lo que llevaba haciendo toda la vida y, sin darse cuenta, un día recibió la comunicación: “Desde hoy deja usted de prestar activamente sus servicios entre nosotros y pasa a formar parte de la reserva, con todos los méritos y derechos que a este fin se le conceden”.

                “No puede ser, - pensó- esta gente no sabe lo que dice. Estoy perfectamente capacitado para continuar con lo que llevo haciendo toda la vida”. Estaba convencido que no sabía hacer nada que no fuese su trabajo. Toda su vida había vivido para su trabajo, para sus obligaciones con aquellos que a fin de mes justificaban con un sueldo las cadenas que le habían puesto para que no conociese otra vida que la de trabajar. No se atrevía a ir a casa a dar la noticia, y se fue a dar un paseo por la vera del río para ir digiriendo su desgracia en soledad.

                Ese mismo día, con igual texto, su compañero Antonio había recibido la misma misiva. Al leerla sus labios dibujaron una sonrisa de satisfacción. Por su cabeza no pasó ni un atisbo de reproche; todo lo contrario, tendría más tiempo para hacer todo lo que le gustaba y terminar todos los proyectos inacabados por culpa de la falta de tiempo que provocaba su trabajo. Sin borrar su tremenda sonrisa de su cara, incluso dejando escapar una melodía en forma de silbido, se dirigió a casa para dar la gran noticia.

                Estoy seguro que a muchos de nosotros nos suenan estas historias por haberlas vivido en nuestras propias carnes o en alguien cercano a los nuestros, al igual que distinguimos las dos posturas tomadas por Francisco y por Antonio.

                A todos en algún momento de nuestra vida nos toca pasar a la reserva. No solo a nivel laboral, cuando nos jubilamos. En la vida nos encontramos cientos de situaciones en las que bien obligados por terceras personas, bien por decisión personal, dejamos de participar activamente de algo. Continuamente nos enfrentamos no a la decisión en sí, sino a la manera que tenemos de aceptar el abandonar la “primera línea de fuego”.

                Siempre se ha dicho que el hombre es animal de costumbres, y siguiendo esta pauta vemos que se cumple del todo, porque todo el que se enfrenta a la vida y a lo que ésta nos pone por delante con un espíritu alegre, positivo y optimista es capaz de transformar la mayor desgracia, el mayor contratiempo en algo que le puede ayudar a seguir viviendo; a seguir avanzando. Todo lo contrario les ocurrirá a los “Franciscos” de la vida; aquellos que hacen un desierto de un grano de arena pero no para poder jugar con el cubo y la pala como harían los “Antonios”, sino para enterrarse hasta el cuello sin poder mover las piernas para avanzar ni los brazos para crear. Imaginad si hay algo más patético y triste de ver a alguien que cuando llueve detiene su vida simplemente porque el salir a la calle va a suponer mojarse, si se moja cogerá frío, si se resfría enfermará y si enferma morirá, con lo fácil que es pensar: “está lloviendo; voy aponerme un chubasquero para no mojarme” y con una simple decisión de ponerse una prenda evitar su muerte. Suena a tontería, cierto, pero cuantas veces no pensamos en el chubasquero que lo tenemos colgado detrás de la puerta y pensamos en la fiebre que nos derrotará o lo que es peor, ni siquiera dejamos que nos presten el chubasquero…

                Pero volvamos al amigo Antonio. Le dejamos cuando iba de camino a casa silbando su canción favorita con una carta en la mano y con la ilusión en su mente como única bandera. Paró en un quiosco y compró chucherías para sus hijos, en una floristería y compró una rosa para su mujer, incluso se permitió hacer un alto en el camino en el bar de la esquina y tomarse un vino y convidar a sus contertulianos habituales solo por una razón: se sentía feliz, se sentía vivo, se sentía libre.

              Era consciente que durante cuarenta años no había hecho otra cosa que cumplir su obligación sacrificando por ello tiempo, familia y salud. Que aquella carta no le iba a devolver nada de eso, pero que sí le iba a permitir tenerlo todo de nuevo. Que muchas cosas que no pudo hacer cuando su cuerpo se lo podría permitir no las podría realizar tampoco porque los años no pasan en balde, pero habría otras cosas que sin necesidad de tanto esfuerzo, podría llevar a cabo y así, en cierta manera, cumplir sueños que no esperaba.

                Antonio, amante del campo, de la naturaleza, de la aventura, había transmitido ese amor a sus hijos, y si bien no podría escalar montañas sí podría sujetar la cuerda de sus hijos mientras estos lo hacían, si ya no podía sentarse como los indios, buscaría un tocón de árbol para no castigar sus quebradas piernas y poderse sentar al calor de la hoguera, si cuando una jornada de marcha era muy dura, él esperaría al final con el coche para dar ánimos y bebida para refrescar a los que la pudieron hacer. Ni se le pasaba por la cabeza el hecho de dejar de ir a escalar, de sentarse delante de la hoguera o hacer sus rutas por el monte; lo seguiría haciendo, pero dentro de sus posibilidades y capacidades.

                Esa actitud es la que tenemos que tener. Hemos de ser positivos en todo lo que la vida nos ofrece. Cada día es un regalo por el que estamos obligados a dar el mil por cien de nuestras energías.

                Esta situación no solo nos la encontramos cuando termina nuestra vida laboral. Cada paso que damos en nuestro camino hemos de tomar la decisión de qué actitud tomamos ante los acontecimientos. Si cuando nos compramos nuestro primer coche, jóvenes y con iniciativa, al terminar de pagarlo nos quedamos parados, sin otras expectativas que disfrutar de nuestro vehículo terminado de pagar y no se nos pasa por la cabeza cual será el siguiente objetivo; una casa, un viaje, una aventura… nos estancamos y mostramos la actitud de Francisco: “he terminado mi labor y ahora ¿qué haré si ya terminé?”

                Debemos de ser “Antonios” de la vida. Calzarnos nuestros mejores zapatos aunque la suela esté ya gastada de tanto avanzar, dibujar nuestra mejor sonrisa y entonar nuestra canción favorita mientras pensamos en las posibilidades que nos plantea la nueva situación. Arrastrar nuestras cadenas de miserias solo hará que la gente sea consciente de nuestra presencia por el ruido de las cadenas, pero para todos seremos alguien a quien hay que evitar. Cuando vas por la calle y te cruzas con alguien positivo que silva, al rato, estemos seguros que seremos nosotros los que iremos tarareando una canción, incluso la misma canción de la persona con la que nos cruzamos. La felicidad se transmite al igual que el pesimismo.

                En el ejército, cuando pasas a la reserva, no significa que termines tu vida. Tienes todas las capacidades posibles disponibles para que en cualquier momento seas vuelto a llamar a filas. Todos debemos ser reservistas y estar dispuestos en el instante que sea necesario a coger nuestras “armas”, calzarnos nuestras viejas botas siempre dispuestas para nuevas rutas y liarnos a hacer felices a los demás y con ello lo más importante: ser felices nosotros mismos.

                Recibid un fraternal abrazo y un apretón de mano izquierda.

                Juan J. López Cartón

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