Francisco
nunca pensó que llegaría el momento; se sentía con plena vitalidad para
continuar con lo que llevaba haciendo toda la vida y, sin darse cuenta, un día
recibió la comunicación: “Desde hoy deja usted de prestar activamente sus
servicios entre nosotros y pasa a formar parte de la reserva, con todos los
méritos y derechos que a este fin se le conceden”.
“No
puede ser, - pensó- esta gente no sabe lo que dice. Estoy perfectamente
capacitado para continuar con lo que llevo haciendo toda la vida”. Estaba
convencido que no sabía hacer nada que no fuese su trabajo. Toda su vida había
vivido para su trabajo, para sus obligaciones con aquellos que a fin de mes
justificaban con un sueldo las cadenas que le habían puesto para que no
conociese otra vida que la de trabajar. No se atrevía a ir a casa a dar la
noticia, y se fue a dar un paseo por la vera del río para ir digiriendo su
desgracia en soledad.
Ese
mismo día, con igual texto, su compañero Antonio había recibido la misma
misiva. Al leerla sus labios dibujaron una sonrisa de satisfacción. Por su
cabeza no pasó ni un atisbo de reproche; todo lo contrario, tendría más tiempo
para hacer todo lo que le gustaba y terminar todos los proyectos inacabados por
culpa de la falta de tiempo que provocaba su trabajo. Sin borrar su tremenda
sonrisa de su cara, incluso dejando escapar una melodía en forma de silbido, se
dirigió a casa para dar la gran noticia.
Estoy
seguro que a muchos de nosotros nos suenan estas historias por haberlas vivido
en nuestras propias carnes o en alguien cercano a los nuestros, al igual que
distinguimos las dos posturas tomadas por Francisco y por Antonio.
A
todos en algún momento de nuestra vida nos toca pasar a la reserva. No solo a
nivel laboral, cuando nos jubilamos. En la vida nos encontramos cientos de
situaciones en las que bien obligados por terceras personas, bien por decisión
personal, dejamos de participar activamente de algo. Continuamente nos
enfrentamos no a la decisión en sí, sino a la manera que tenemos de aceptar el
abandonar la “primera línea de fuego”.
Siempre
se ha dicho que el hombre es animal de costumbres, y siguiendo esta pauta vemos
que se cumple del todo, porque todo el que se enfrenta a la vida y a lo que
ésta nos pone por delante con un espíritu alegre, positivo y optimista es capaz
de transformar la mayor desgracia, el mayor contratiempo en algo que le puede
ayudar a seguir viviendo; a seguir avanzando. Todo lo contrario les ocurrirá a
los “Franciscos” de la vida; aquellos que hacen un desierto de un grano de
arena pero no para poder jugar con el cubo y la pala como harían los “Antonios”,
sino para enterrarse hasta el cuello sin poder mover las piernas para avanzar ni
los brazos para crear. Imaginad si hay algo más patético y triste de ver a
alguien que cuando llueve detiene su vida simplemente porque el salir a la
calle va a suponer mojarse, si se moja cogerá frío, si se resfría enfermará y
si enferma morirá, con lo fácil que es pensar: “está lloviendo; voy aponerme un
chubasquero para no mojarme” y con una simple decisión de ponerse una prenda
evitar su muerte. Suena a tontería, cierto, pero cuantas veces no pensamos en
el chubasquero que lo tenemos colgado detrás de la puerta y pensamos en la
fiebre que nos derrotará o lo que es peor, ni siquiera dejamos que nos presten
el chubasquero…
Pero
volvamos al amigo Antonio. Le dejamos cuando iba de camino a casa silbando su
canción favorita con una carta en la mano y con la ilusión en su mente como
única bandera. Paró en un quiosco y compró chucherías para sus hijos, en una
floristería y compró una rosa para su mujer, incluso se permitió hacer un alto
en el camino en el bar de la esquina y tomarse un vino y convidar a sus contertulianos
habituales solo por una razón: se sentía feliz, se sentía vivo, se sentía
libre.
Era
consciente que durante cuarenta años no había hecho otra cosa que cumplir su
obligación sacrificando por ello tiempo, familia y salud. Que aquella carta no
le iba a devolver nada de eso, pero que sí le iba a permitir tenerlo todo de
nuevo. Que muchas cosas que no pudo hacer cuando su cuerpo se lo podría
permitir no las podría realizar tampoco porque los años no pasan en balde, pero
habría otras cosas que sin necesidad de tanto esfuerzo, podría llevar a cabo y
así, en cierta manera, cumplir sueños que no esperaba.
Antonio,
amante del campo, de la naturaleza, de la aventura, había transmitido ese amor
a sus hijos, y si bien no podría escalar montañas sí podría sujetar la cuerda
de sus hijos mientras estos lo hacían, si ya no podía sentarse como los indios,
buscaría un tocón de árbol para no castigar sus quebradas piernas y poderse
sentar al calor de la hoguera, si cuando una jornada de marcha era muy dura, él
esperaría al final con el coche para dar ánimos y bebida para refrescar a los
que la pudieron hacer. Ni se le pasaba por la cabeza el hecho de dejar de ir a
escalar, de sentarse delante de la hoguera o hacer sus rutas por el monte; lo
seguiría haciendo, pero dentro de sus posibilidades y capacidades.
Esa
actitud es la que tenemos que tener. Hemos de ser positivos en todo lo que la
vida nos ofrece. Cada día es un regalo por el que estamos obligados a dar el
mil por cien de nuestras energías.
Esta
situación no solo nos la encontramos cuando termina nuestra vida laboral. Cada
paso que damos en nuestro camino hemos de tomar la decisión de qué actitud
tomamos ante los acontecimientos. Si cuando nos compramos nuestro primer coche,
jóvenes y con iniciativa, al terminar de pagarlo nos quedamos parados, sin
otras expectativas que disfrutar de nuestro vehículo terminado de pagar y no se
nos pasa por la cabeza cual será el siguiente objetivo; una casa, un viaje, una
aventura… nos estancamos y mostramos la actitud de Francisco: “he terminado mi
labor y ahora ¿qué haré si ya terminé?”
Debemos
de ser “Antonios” de la vida. Calzarnos nuestros mejores zapatos aunque la
suela esté ya gastada de tanto avanzar, dibujar nuestra mejor sonrisa y entonar
nuestra canción favorita mientras pensamos en las posibilidades que nos plantea
la nueva situación. Arrastrar nuestras cadenas de miserias solo hará que la
gente sea consciente de nuestra presencia por el ruido de las cadenas, pero
para todos seremos alguien a quien hay que evitar. Cuando vas por la calle y te
cruzas con alguien positivo que silva, al rato, estemos seguros que seremos
nosotros los que iremos tarareando una canción, incluso la misma canción de la
persona con la que nos cruzamos. La felicidad se transmite al igual que el
pesimismo.
En
el ejército, cuando pasas a la reserva, no significa que termines tu vida.
Tienes todas las capacidades posibles disponibles para que en cualquier momento
seas vuelto a llamar a filas. Todos debemos ser reservistas y estar dispuestos en
el instante que sea necesario a coger nuestras “armas”, calzarnos nuestras
viejas botas siempre dispuestas para nuevas rutas y liarnos a hacer felices a
los demás y con ello lo más importante: ser felices nosotros mismos.
Recibid
un fraternal abrazo y un apretón de mano izquierda.
Juan
J. López Cartón
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