lunes, 9 de febrero de 2015

VOLVER A LA ESENCIA



                Hoy tengo una extraña sensación de desencuentro que me ha dejado tocado. Os cuento: tenía ya casi terminado el artículo para el blog y, como me apetecía, salí a disfrutar de un paseo solo aprovechando la nevada que ha caído en Villaluenga. Después de tomarme café y copa en la Alameda, como sabía que estaban preparando a la Virgen para la celebración que tendrá lugar mañana durante la misa, me apeteció entrar en la iglesia para rezar. Allí me encontré con los hermanos de la Hermandad de la Coronación de Espina de Jerez terminando de adornar, con todo su cariño, a la venerada Imagen.

                Me senté en un banco cerquita de  la Virgen en silencio como a mí me gusta, sin interrumpir la labor de los que estaban trabajando, para tener unos minutos con mi Madre. Mirándola a la cara, he estado hablando con ella, contándole mis cosas; aunque sé que Ella, sin necesidad que yo le dijese nada, me conoce bien como buena Madre, como todas las madres nos conocen a los hijos. Como os digo,  mientras hablaba con Ella noté un pellizco. Mis ojos recorrieron de arriba a abajo la Imagen y os tengo que confesar algo que, sin pretender herir ningún sentimiento, me pasó por la cabeza: no reconocí a mi Madre en aquella Imagen.

                Reitero que mi última intención es criticar o herir la sensibilidad de nadie pero, en mi línea de abrir mi corazón y compartir mis pensamientos tanto en mi tribuna de Sed Valientes como en mi propio blog y en la libertad que me siento de hacerlo, con todo el respeto hacia los Hermanos de cualquier Hermandad que me consta que con todo el amor cuidan que nuestra Madre aparezca en todo su esplendor porque yo también fui cofrade, tal vez por mi carácter castellano de sobriedad en ciertas cosas, no me gustó ver así a María. De hecho he terminado mirando y compartiendo mis sentimientos, con los mismos ojos de hijo, con la Virgen del Rosario, talla más sencilla y con la corona y el manto de Reina como único ornato añadido. He de confesar que la Virgen luce espléndida, preciosa, como Reina Coronada que es.

                María, María de Nazaret, nuestra Madre, la madre de Jesús de Nazaret, la esposa de José el carpintero, era simplemente María, sin más “apellidos”.

                Los hombres somos muy dados a “colgar medallas” y otorgar títulos como reconocimiento a las personas y como hombres que somos los cristianos, hacemos lo propio con Aquellos a quienes queremos. Eso no es nada malo, porque quien más quien menos, todos hemos otorgado “galones” a las personas que estimamos en forma de confianza, cariño, amor, respeto o cualquier otra muestra en el trato.

                Los cristianos como agradecimiento a Jesús le hemos otorgado el título de Rey, al igual que a su madre, además de hacerla Madre nuestra (quién no ha tratado a alguien, y reconocido públicamente, como su propia madre), también la hemos hecho Reina. Ni que decir tiene que merecen esos títulos porque para los que creemos así son para nosotros, pero ¿os imagináis lo que Ellos, Jesús y María de Nazaret, el hijo y la esposa del carpintero, opinarían de eso? Como siempre lo que transmito es lo que pienso, que jamás sienta cátedra, y en este caso dudo que admitiesen esos méritos, simplemente porque Ellos en sí eran pura sencillez.

                Aun así defiendo el derecho de toda persona, creyente o no, a otorgar títulos a quien consideramos que lo merecen, pero todos hemos de ser consecuentes con nuestros actos en la medida de lo que se entiende es la esencia de toda creencia o tendencia.

                Sé que estoy tocando un tema muy delicado, y os aseguro que nunca me había costado tanto escribir un artículo con el tacto y la delicadeza de aquel que aun amando a su madre, tiene que hacerle algún reproche por algo que cree que no está haciendo bien.

                Cuando hablo de ser consecuentes con la esencia me refiero a la sencillez, humildad y pobreza que emanaban tanto de Jesús como María y en ende, las primeras comunidades cristianas. Estamos hartos de recibir críticas de los “no creyentes” en la línea de la pobreza de la Iglesia, y yo en esos casos he de confesar que me encuentro un tanto desarmado para defender un hecho que en demasiadas ocasiones es casi indefendible.

                Me considero defensor del sentido común y que toda necesidad se tiene que cubrir con dignidad. Si bien socialmente ese punto lo defiende la Constitución Española y todos ponemos el grito en el cielo en los temas de trabajo y vivienda digna; como cristianos hemos de ser consecuentes y defender la dignidad, alejándola del lujo y del boato, de nuestras parroquias, hermandades y todas las expresiones de mostrar nuestra fe. Por supuesto que no me refiero a que la Iglesia tenga que deshacerse de sus templos históricos (el típico ejemplo de San Pedro del Vaticano que tanto les gusta sacar a los ajenos a nuestra fe), entre otras cosas porque en contra de lo que la vox populi dice, eso no lo mantiene el Estado, sino la propia Iglesia, y por su valor artístico sería una barbaridad el que mínimamente sugiriera eso. Me refiero al hecho de la cantidad de cosas que hoy día los cristianos, con la certeza equivocada de “Haced lo que él os diga”, y con el sacrificio de mucha gente que de corazón dan limosnas y donativos para distintos fines de Iglesia, hemos perdido ese sentido común a la hora de vestir sobre todo a nuestras Vírgenes olvidándonos de la sencillez en que vivieron tanto la Madre como el Hijo.

                A todos nos gusta ver y tratar a nuestra madre como una reina, agradeciéndola así los sacrificios y las luchas pasadas para hacer de nosotros personas de bien, agradeciéndole el darnos unos estudios y, en sus posibilidades, un futuro. ¿Cuánto más querremos para la Madre de todos; cuánto más querremos para quien aceptó pasar el dolor de saber que el hijo que llevaba en sus entrañas había de padecer hasta morir en un Madero?

                Cuando miro a la Virgen y hablo con Ella, tal vez por la distancia que me separa de mi madre y el no poder disfrutar día a día de ella, sin poder evitarlo pienso en la mujer que junto a su amado marido sacó a cinco hijos adelante, en la mujer que se levantaba trabajando y se acostaba haciendo lo mismo, en la mujer que llora cada vez que a uno de esos hijos le ocurre algo, en la mujer que sin tener nada, ha llegado a tenerlo todo lo que una madre puede desear: el amor de sus hijos. Y es que María Madre es lo único que quiere: el Amor de sus hijos. Si a mi madre no le gustan las ostentaciones porque jamás tuvo nada para ostentar, porqué voy a empeñarme en hacerla parecer lo que no es.

                En demasiadas ocasiones los cristianos hemos confundido el trato con la imagen. Hemos convertido un acto de amor en la Eucaristía, con una parafernalia que al igual que la niebla distorsiona la realidad, en algo para aparentar. Jesús es Salvador y Rey al igual que María es Madre y Reina, pero si ellos tuvieron como máximo trono los lomos de un borrico, para llegar a Belén a dar a luz y así convertirse en Madre de toda la humanidad, o para entrar en Jerusalén como Rey; porqué nos empeñamos en convertir ese humilde asno en tronos de oro como aquel becerro al que los judíos quisieron adorar.

                Hace ya quince años participé junto a mi mujer, como voluntarios, del Sínodo de la Diócesis de Cádiz y Ceuta. Allí se trató el tema de la necesidad de austeridad y recato en nuestras expresiones de fe. El Papa Francisco nos está pidiendo a gritos que la Iglesia y los cristianos hemos de huir del agasajo del aparentar, que hemos de ser Iglesia pobre, humilde y cercana para que en estos momentos tan duros que estamos pasando, vayamos acordes a la necesidad de los hermanos que tenemos al lado.

                Quiero a mi Madre Reina, pero de mi vida; con un precioso manto de amor, no de hilos de oro. Quiero a mi Madre adornada con joyas, pero no perlas, sino oraciones de hijo que llega a pedirle consejo. Quiero a mi Madre Reina, pero que su trono sea mi corazón para llevarla en andas a donde vaya yo. Porque María, la de Nazaret, la madre de Jesús, la esposa de José el carpintero, tuvo en su vida como trono un Madero en el que murió su Hijo, como únicas perlas las lágrimas que vertió ante el sufrimiento y el dolor, como manto que la cubriese y la protegiese sólo necesitó el amor de su Hijo y de los que le seguían.

                Termino de escribir este artículo el domingo. Si ayer nos despertamos con una maravillosa nevada hoy lo hacemos un fantástico día soleado que hace que los campos nevados aparezcan más blancos con el reflejo de los rayos del sol. Hoy volveré a la iglesia para hablar con mi Madre, para pedirle consejo como hijo, para cantarle por su vida y por todo lo que tengo que agradecerla, pero lo haré con mi corazón desnudo, humilde, austero; y cuando recorra su Imagen la veré igual de sencilla como la joven que fue madre y esposa humilde allá en un hogar de Nazaret.

                Recibid un fraternal abrazo y un apretón de mano izquierda.

                Juan J. López Cartón.

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