Hoy
tengo una extraña sensación de desencuentro que me ha dejado tocado. Os cuento:
tenía ya casi terminado el artículo para el blog y, como me apetecía, salí a
disfrutar de un paseo solo aprovechando la nevada que ha caído en Villaluenga.
Después de tomarme café y copa en la Alameda, como sabía que estaban preparando
a la Virgen para la celebración que tendrá lugar mañana durante la misa, me
apeteció entrar en la iglesia para rezar. Allí me encontré con los hermanos de
la Hermandad de la Coronación de Espina de Jerez terminando de adornar, con
todo su cariño, a la venerada Imagen.
Me
senté en un banco cerquita de la Virgen en
silencio como a mí me gusta, sin interrumpir la labor de los que estaban
trabajando, para tener unos minutos con mi Madre. Mirándola a la cara, he
estado hablando con ella, contándole mis cosas; aunque sé que Ella, sin
necesidad que yo le dijese nada, me conoce bien como buena Madre, como todas
las madres nos conocen a los hijos. Como os digo, mientras hablaba con Ella noté un pellizco.
Mis ojos recorrieron de arriba a abajo la Imagen y os tengo que confesar algo
que, sin pretender herir ningún sentimiento, me pasó por la cabeza: no reconocí
a mi Madre en aquella Imagen.
Reitero
que mi última intención es criticar o herir la sensibilidad de nadie pero, en
mi línea de abrir mi corazón y compartir mis pensamientos tanto en mi tribuna
de Sed Valientes como en mi propio blog y en la libertad que me siento de
hacerlo, con todo el respeto hacia los Hermanos de cualquier Hermandad que me
consta que con todo el amor cuidan que nuestra Madre aparezca en todo su
esplendor porque yo también fui cofrade, tal vez por mi carácter castellano de
sobriedad en ciertas cosas, no me gustó ver así a María. De hecho he terminado
mirando y compartiendo mis sentimientos, con los mismos ojos de hijo, con la
Virgen del Rosario, talla más sencilla y con la corona y el manto de Reina como
único ornato añadido. He de confesar que la Virgen luce espléndida, preciosa,
como Reina Coronada que es.
María,
María de Nazaret, nuestra Madre, la madre de Jesús de Nazaret, la esposa de
José el carpintero, era simplemente María, sin más “apellidos”.
Los
hombres somos muy dados a “colgar medallas” y otorgar títulos como
reconocimiento a las personas y como hombres que somos los cristianos, hacemos
lo propio con Aquellos a quienes queremos. Eso no es nada malo, porque quien
más quien menos, todos hemos otorgado “galones” a las personas que estimamos en
forma de confianza, cariño, amor, respeto o cualquier otra muestra en el trato.
Los
cristianos como agradecimiento a Jesús le hemos otorgado el título de Rey, al
igual que a su madre, además de hacerla Madre nuestra (quién no ha tratado a
alguien, y reconocido públicamente, como su propia madre), también la hemos
hecho Reina. Ni que decir tiene que merecen esos títulos porque para los que
creemos así son para nosotros, pero ¿os imagináis lo que Ellos, Jesús y María
de Nazaret, el hijo y la esposa del carpintero, opinarían de eso? Como siempre
lo que transmito es lo que pienso, que jamás sienta cátedra, y en este caso
dudo que admitiesen esos méritos, simplemente porque Ellos en sí eran pura
sencillez.
Aun
así defiendo el derecho de toda persona, creyente o no, a otorgar títulos a
quien consideramos que lo merecen, pero todos hemos de ser consecuentes con
nuestros actos en la medida de lo que se entiende es la esencia de toda
creencia o tendencia.
Sé
que estoy tocando un tema muy delicado, y os aseguro que nunca me había costado
tanto escribir un artículo con el tacto y la delicadeza de aquel que aun amando
a su madre, tiene que hacerle algún reproche por algo que cree que no está
haciendo bien.
Cuando
hablo de ser consecuentes con la esencia me refiero a la sencillez, humildad y
pobreza que emanaban tanto de Jesús como María y en ende, las primeras
comunidades cristianas. Estamos hartos de recibir críticas de los “no
creyentes” en la línea de la pobreza de la Iglesia, y yo en esos casos he de
confesar que me encuentro un tanto desarmado para defender un hecho que en
demasiadas ocasiones es casi indefendible.
Me
considero defensor del sentido común y que toda necesidad se tiene que cubrir
con dignidad. Si bien socialmente ese punto lo defiende la Constitución
Española y todos ponemos el grito en el cielo en los temas de trabajo y
vivienda digna; como cristianos hemos de ser consecuentes y defender la
dignidad, alejándola del lujo y del boato, de nuestras parroquias, hermandades
y todas las expresiones de mostrar nuestra fe. Por supuesto que no me refiero a
que la Iglesia tenga que deshacerse de sus templos históricos (el típico
ejemplo de San Pedro del Vaticano que tanto les gusta sacar a los ajenos a
nuestra fe), entre otras cosas porque en contra de lo que la vox populi dice,
eso no lo mantiene el Estado, sino la propia Iglesia, y por su valor artístico
sería una barbaridad el que mínimamente sugiriera eso. Me refiero al hecho de
la cantidad de cosas que hoy día los cristianos, con la certeza equivocada de
“Haced lo que él os diga”, y con el sacrificio de mucha gente que de corazón
dan limosnas y donativos para distintos fines de Iglesia, hemos perdido ese
sentido común a la hora de vestir sobre todo a nuestras Vírgenes olvidándonos
de la sencillez en que vivieron tanto la Madre como el Hijo.
A
todos nos gusta ver y tratar a nuestra madre como una reina, agradeciéndola así
los sacrificios y las luchas pasadas para hacer de nosotros personas de bien,
agradeciéndole el darnos unos estudios y, en sus posibilidades, un futuro. ¿Cuánto
más querremos para la Madre de todos; cuánto más querremos para quien aceptó
pasar el dolor de saber que el hijo que llevaba en sus entrañas había de padecer
hasta morir en un Madero?
Cuando
miro a la Virgen y hablo con Ella, tal vez por la distancia que me separa de mi
madre y el no poder disfrutar día a día de ella, sin poder evitarlo pienso en
la mujer que junto a su amado marido sacó a cinco hijos adelante, en la mujer
que se levantaba trabajando y se acostaba haciendo lo mismo, en la mujer que
llora cada vez que a uno de esos hijos le ocurre algo, en la mujer que sin tener
nada, ha llegado a tenerlo todo lo que una madre puede desear: el amor de sus
hijos. Y es que María Madre es lo único que quiere: el Amor de sus hijos. Si a
mi madre no le gustan las ostentaciones porque jamás tuvo nada para ostentar,
porqué voy a empeñarme en hacerla parecer lo que no es.
En
demasiadas ocasiones los cristianos hemos confundido el trato con la imagen.
Hemos convertido un acto de amor en la Eucaristía, con una parafernalia que al
igual que la niebla distorsiona la realidad, en algo para aparentar. Jesús es
Salvador y Rey al igual que María es Madre y Reina, pero si ellos tuvieron como
máximo trono los lomos de un borrico, para llegar a Belén a dar a luz y así convertirse
en Madre de toda la humanidad, o para entrar en Jerusalén como Rey; porqué nos
empeñamos en convertir ese humilde asno en tronos de oro como aquel becerro al
que los judíos quisieron adorar.
Hace
ya quince años participé junto a mi mujer, como voluntarios, del Sínodo de la
Diócesis de Cádiz y Ceuta. Allí se trató el tema de la necesidad de austeridad
y recato en nuestras expresiones de fe. El Papa Francisco nos está pidiendo a
gritos que la Iglesia y los cristianos hemos de huir del agasajo del aparentar,
que hemos de ser Iglesia pobre, humilde y cercana para que en estos momentos
tan duros que estamos pasando, vayamos acordes a la necesidad de los hermanos
que tenemos al lado.
Quiero
a mi Madre Reina, pero de mi vida; con un precioso manto de amor, no de hilos
de oro. Quiero a mi Madre adornada con joyas, pero no perlas, sino oraciones de
hijo que llega a pedirle consejo. Quiero a mi Madre Reina, pero que su trono
sea mi corazón para llevarla en andas a donde vaya yo. Porque María, la de
Nazaret, la madre de Jesús, la esposa de José el carpintero, tuvo en su vida
como trono un Madero en el que murió su Hijo, como únicas perlas las lágrimas
que vertió ante el sufrimiento y el dolor, como manto que la cubriese y la
protegiese sólo necesitó el amor de su Hijo y de los que le seguían.
Termino
de escribir este artículo el domingo. Si ayer nos despertamos con una
maravillosa nevada hoy lo hacemos un fantástico día soleado que hace que los campos
nevados aparezcan más blancos con el reflejo de los rayos del sol. Hoy volveré
a la iglesia para hablar con mi Madre, para pedirle
consejo como hijo, para cantarle por su vida y por todo lo que tengo que
agradecerla, pero lo haré con mi corazón desnudo, humilde, austero; y cuando
recorra su Imagen la veré igual de sencilla como la joven que fue madre y
esposa humilde allá en un hogar de Nazaret.
Recibid
un fraternal abrazo y un apretón de mano izquierda.
Juan
J. López Cartón.
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