Lo peor no es fracasar, lo peor es no atreverse a empezar.
Con esta frase mi mente intenta,
desde hace ya tres días, convencerse de haber hecho lo correcto. Un año de
planificación, de ilusión, de organización, de cambiar los planes de… todo a la
mierda por una mala caída. Más de seis meses de entrenamiento casi intensivo,
de buscar las alternativas más adecuadas, de darle vueltas a cosas como la
alimentación, la hidratación; sobre todo los últimos días con el calor, la
elaboración de las etapas… todo al traste por no haber prestado más atención.
Cierto, el plan tenía sus fallos pero, ¿a qué
plan no se le escapa alguna arista que hay que limar sobre la marcha? La
verdad es que esas también estaban asumidas, tanto ellas como las consecuencias
en el momento que llegasen.
Las heridas son mínimas; al menos
los arañazos de las zarzas y el par de golpes que se reparten por mis piernas
que en unos días desaparecerán, comparadas con las que yo mismo me he
realizado. Lo que más duele en estos casos es el amor propio, el fraude. Haber
tomado la decisión tan inmediata tal vez ha sido un signo de debilidad y esa es
la herida que más cuesta ahora cicatrizar porque: ¿decidí en caliente abandonar
y solo fue una excusa que busqué? No, no quiero pensar que mi cabeza hiciese
eso. Cierto que en todo momento he tenido claro que mi salud y el cuidado de mi
cuerpo estaría por delante de todo; entre toda la planificación quedó patente
esa prioridad, pero ¿hasta el punto que mi cerebro bloquease a mi corazón y le
impusiese un abandono tan humillante?
El miedo al daño propio, a
secuelas autoinflingidas innecesariamente, sobre todo después de lo que pasé
hace justo un año, que además fue en primer momento la mayor de las
motivaciones para lanzarme a mi propia aventura, ¿puede ser tan fuerte todo
ello para que a las primeras de cambio decidiese darme la vuelta a pesar de lo
que suponía eso?
¿Estoy ahora dispuesto a
enfrentarme a todo ello con la serenidad necesaria? Lo escribí hace poco: “mi
mayor enemigo seré yo mismo” refiriéndome a la hora de afrontar cada etapa y
resulta que la afirmación se repita de nuevo a la hora de afrontar la derrota;
la manera de lamerme las heridas.
Bueno, a estas alturas he de
aclarar que estoy bien al menos físicamente. La visita al hospital para
tranquilidad mía y de los míos se saldó con un informe de golpes y recomendación
de un par de semanas sin forzar la rodilla, que no es cosa que penséis que
escribo esto desde el lecho del dolor. Me duele más el orgullo que ninguna otra
cosa.
Por momentos me planteé
reincorporarme a la aventura pero, como otras muchas ocasiones me han
demostrado que hacía lo correcto, si no era el momento no lo era. Por algo
habrá sido la estúpida caída cuando apenas llevaba 15 kms. Por algo se me
olvidaría devolver la llave de la habitación. Por algo se me olvidaría el
neceser con muchas cosas necesarias para el día a día. Demasiadas casualidades,
demasiados olvidos en un mismo momento. Mi conclusión, y con la que los que me
quieren sentencian, es: el Camino no se va a mover de ahí y si este año, por
mucho que yo me empeñase, no era el adecuado, pues no lo era. Algunos lo llaman
karma; yo lo llamo destino o designio divino para los más devotos.
La vida sigue y si bien uno de los
planes de hacer el Camino era, entre otros, encontrarme conmigo mismo, sigo en
ello y pasaré unos días en mi pueblo, en mi casa, en mi cuna, donde nací,
madurando e intentando dar forma definitiva a algún proyecto que me llevó a
mirar a la tumba del apóstol como inspiración. El proyecto sigue pero
posiblemente también habrá que cambiarlo de forma. Es bueno saber adaptarse a
las circunstancias. Como decía Bruce Lee inspirado por la poesía de Lao Tse:
“Sé agua, amigo mío”.
¿Quién sabe si esto que me ha
ocurrido era necesario para que Ían J. Carlo viese la luz?
Un fuerte abrazo y apretón de
mano izquierda y, por supuesto siempre ¡¡¡Buen Camino, amigo!!!
Juan J. López Cartón