En ocasiones, lo que menos
apetece es escribir. Generalmente lo
achacamos a la flojera , a la dejadez e incluso a la indisciplina y a la
inconstancia del que escribe; no es el caso. En esta ocasión el “silencio” se
debe más al desánimo y al hastío.
Llevamos meses, años diría yo,
convulsos con acontecimientos que nos golpean de lleno como si de un directo de
boxeo se tratase, con situaciones que a mí como persona, como español, como
católico me tienen al borde del k.o. técnico. Me mantengo en pie, pero la
cantidad de embestidas que recibo hacen que con la mirada perdida esté deseando
que alguien tire la toalla por mí desde el rincón del cuadrilátero que es
nuestra vida.
Algunos de estos hechos soy
capaz de, si no ignorarlos al menos, que me resbalen y egoístamente aislarme de
ellos haciéndome creer a mí mismo que no me incumben ni me influyen forma
directa, aunque no sea cierto. Sin embargo hay uno que no puedo evitar que me
afecte de lleno. Un tema del que ya en ocasiones he hablado, tal vez porque
realmente en mí es vital, y he mostrado mi opinión en distintos foros y
situaciones no saliendo muy bien parado dependiendo del momento y la persona
que tuviese en frente. Este tema es demasiado redundante dirá alguno, pero por
lo que para este que escribe le influye, es de vital importancia: El rumbo
actual de la Iglesia Católica, principalmente la española.
Nunca he ocultado mi fe, como
tampoco lo he hecho con mi ideología. Soy cristiano católico. Sé que a ojos de
la Iglesia no un buen católico pero
sobre eso, sobre todas las cosas, me parto el alma por ser sobre todo buena
persona. De nada sirven los golpes en el pecho para demostrar creencias si en
la sociedad somos solo católicos y nos olvidamos que antes que eso somos
personas. Con esta premisa, desgraciadamente he de decir que en demasiadas
ocasiones tengo que avergonzarme de ser católico, y sobre todo de ser católico
español.
A la hora de escribir me planteo
documentarme para hablar de ciertos temas. Cuando escribo desde las entrañas,
simplemente dejo fluir las palabras. Para plasmar estas líneas de hoy no es
cuestión de documentarse, que también ha sido necesario para fallar este
pleito, sino que es cuestión de vivir de cerca una realidad y reconocerla tal
como es: “la Iglesia en España se está yendo al garete” principalmente por la
ceguera e injerencia de quien la lleva dirigiendo desde hace décadas.
Vivo en un país en el que
tradicionalmente, obligada y forzadamente dirían muchos, se ha vivido y trasmitido
la fe católica. No les falta razón en muchas cosas cuando hacen esta
afirmación, sobre todo porque somos; incluidos ellos, una sociedad que ha
tenido el qué dirán como una continua espada de Damocles. Hoy día no tendría
que ser así porque, se supone, hemos evolucionado y abierto nuestra mente y
nuestra visión y tolerancia hacia todo lo que nos encontramos en nuestro día a
día, pero es cierto que seguimos siendo un puñado de “pardillos” que juegan a
aparentar no tener prejuicios con el prójimo.
En este hecho de aparentar, o al
menos intentarlo, la Iglesia Católica española tiene un gran bagaje, pero
igualmente es traicionada por sí misma cuando escuchas a alguno de sus
cardenales, obispos y sacerdotes hacer declaraciones, casi sentencias, y cuando
ves cómo actúan con ese prójimo al que se jactan de amar. Los mismos que desde
sus particulares paraninfos proclaman a los cuatro vientos las palabras del
cura Bergoglio en un afán de hacerse merecedores de algo que no muestran en sus
obras y en su realidad.
Una
Iglesia que, como ya he dicho otras ocasiones, esconde sus miserias cambiándolas
de sitio como si de una inmobiliaria se tratase cambiando los muebles para
aparentar nuevos apartamentos sin ser capaces de reconocer errores, fechorías y
delitos. Una Iglesia que cree estar por encima de la propia sociedad,
maquillando hechos deleznables agarrándose a una presunción de inocencia de la
que reniegan cuando de otros se trata. Una Iglesia que se conforma con
reconocer, y no siempre, sin llegar a tomar medidas reales que terminen con los
problemas por duras y radicales que tengan que ser éstas.
Antes he dicho que no soy buen
católico, porque prefiero antes ser buena persona; y ese es el problema de
parte de los miembros de esta Iglesia, que anteponen las normas a la persona.
La Conferencia Episcopal Española es como la madrastra de Blancanieves con su
espejo: continuamente le preguntan <espejito, espejito mágico ¿quiénes son
los más buenos del reino?> Y no consiguen que él les dé otra respuesta que
un tremendo corte de mangas acompañado de imágenes de homosexuales tildados de
enfermos, de niños vejados por “buenos católicos”, madres solteras a las
puertas de sus palacios pidiendo ayuda para criar a esos hijos que por sus
recomendaciones llegaron a nacer, divorciados llenos de moratones de las
palizas recibidas ignorados, sacerdotes repudiados por el simple hecho de ser
coherentes por amar a un mujer… o a otro hombre, iglesias con los bancos vacíos
y con las capillas llenas de opulencia y oropeles en barrios en los que no se
tiene para comer, procesiones de Hermandades donde, ante la gente, se ven los
codazos y cortapisas por ser Hermano Mayor y ocupar la cabecera del cortejo… un
reflejo que recibe por respuesta de la madrastra el simple gesto de una media
vuelta dirigiendo la vista a un crucifijo que llora por lo que ve y por la
respuesta de sus supuestos acólitos.
Con este panorama me encuentro a
diario. Solo la esperanza y el trabajo de muchos de esos católicos, sacerdotes
y laicos, que anteponen la persona al hecho, hacen que siga aguantando el
combate. Me encuentro a una altura de la pelea en que necesito sentarme en el
taburete del rincón del ring, confuso, aturdido por lo que está ocurriendo con
ganas de abandonar. Sí, me lo he planteado muy seriamente: renunciar, apostatar
de una Iglesia Española que en vez de guiarme me confunde. Desgraciadamente no
se puede. No quiero dejar de ser católico, quiero seguir teniendo al
Carpintero, al Loco, al Crucificado como Maestro y espejo en quién reflejarme.
Me gustaría poder apostatar de esa parte corrupta de la Institución en que se
ha convertido la Iglesia; esa misma cuyo líder, el Papa Begoglio, intenta
derribar muros y abrir ventanas donde otros las cerraron y que recibe como
respuesta revueltas y traiciones en las más altas esferas vaticanas dirigidas
entre otros por cardenales españoles como el fascista de Rouco Varela cuya
envidia por no haber logrado el asiento de Pedro mueve las más retorcidas
ideas.
¿Sabéis lo que realmente más me
duele? No poder dar respuesta a las preguntas de mis hijos cuando, desde su
corta edad, ya se cuestionan porqué la Iglesia, algunos de sus sacerdotes y
obispos actúan así y hacen las declaraciones que hacen. Eso tal vez es lo que
más me duele y lo que más difícil me resulta superar.
Definitivamente está claro: no,
no seré un buen católico pero peleo día a día por ser consecuente y buena
persona. ¿Pueden decir todos ellos lo mismo?
Juan J. López Cartón.
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