Entre mis señas de identidad están
la de sabinero y refranero; cierto: si
siguiese rimando, alguno, terminaría con puñetero. Aprovecho el título de uno
de los temas del de Úbeda y de una expresión popular para modelar el título dado
a las líneas que escribo estos días.
He de advertir que el comienzo de
las líneas fueron ideadas y escritas meses atrás, cuando realmente cumplí los
cuarenta y diez, y retomo su escritura en la antesala del tiempo estival,
porque si bien se dice que el hombre propone y Dios dispone, a mí me dispuso de
un lapsus que algunos políticos llamarían, vilmente, cordón sanitario.
Siempre creí que la vuelta al
jamón se daba en la mitad de la centena pero, según dicen los entendidos que
utilizan la lógica y las estadísticas, resulta que ese giro coincidiría más con
la cuarentena de años que con los que me corresponden ahora a mí, por aquello
de la esperanza media de vida. En un giro de pillería he de decir en mi defensa
que yo, amante del porcino, bovino y casi todo lo que se mueva sobre patas, el
manjar del cerdo lo comienzo, no por la babilla,
más raquítica y seca sino, por la maza:
más jugosa y generosa en cantidad, por lo que dejo la parte más recatada de la
pata para comerla ya sin tanta prisa, mascándola poco a poco sacándole el sabor
al jugo que se esconde en lo escaso que me brinda mi particular filosofía.
Cierto que también hay otro
refrán muy conocido que dice que de los cuarenta para arriba no te mojes la
barriga pero, digo yo, ¿quién coño es nadie para poner puertas al campo y
marcar límites a los demás? Creo que precisamente en ese decenio, de los cuarenta
a los “cuarenta y diez, es cuando nosotros mismos nos hacemos dueños de nuestra
madurez y, personalmente, de nuestra locura de segunda juventud. Es entonces
cuando fijamos los cimientos para lograr el bienestar y el saber vivir de los
cuarenta y diez.
Volviendo al flaco de Úbeda; en
la letra de la canción que da título a esta entrada, nos recuerda que: “He de
enfrentarme al delicado momento de empezar a pensar en recogerme, de sentar la
cabeza”. Me asusta pensar que así deba de ser. Creo que realmente es ahora cuando
somos conscientes del alcance que podemos tener como personas, de la influencia
que puede llegar a provocar cada una de nuestras palabras en los que nos
rodean. No puede ser cierto que sea momento de sentar la cabeza ni de recogerme. Sabina, amigo, esta vez no estoy de acuerdo
contigo.
Mis cuarenta y diez son perfectos
para una vuelta de rosca además de a la pata. Sin obligaciones creadas, sin
compromisos absurdos, es el momento de echarse el mundo por montera a la hora
de decidir con la única prioridad de mi vida, mi bienestar y el de los míos.
Mis cuarenta y diez significan dejar de tener una boca prestada. Olvidarme de
muchos de los filtros a la hora de decir las cosas; dejar de molestarme por
haber molestado. Mis cuarenta y diez significan dejar de sentirme mal, o
sentirme culpable cuando alguien se disgusta o no encaja bien lo que le digo o
pienso. De amar a quien amo porque me da la gana, no porque haya contrato,
escrito o ficticio, que me obligue a ello. De ignorar a quien sea sin sentir la
necesidad de explicarle porqué se ha ganado a pulso desaparecer de mi vida.
Cumplir cuarenta y diez es volver
a la niñez masticando la tira de jamón curado ya seco, casi “duro como los pies
de Cristo”, que da el abuelo al nieto; sacando con los dientes y mezclando con
la saliva la sal y la esencia de ese y de otros manjares. Es mirar al frente
sin temer que nuestros ojos, sin querer, tuerzan su dirección a tiempos pasados
porque saben que esos mismos han hecho que lleguemos al punto donde nos
encontramos. Es más: atreverse a mirar atrás, al pasado, con valentía y sin
miedo a lo que veamos o recordemos porque las decisiones, entonces y ahora, se
tomaron como vinieron y equivocarnos solo sirvió para aprender a levantarnos.
Tras cuarenta y diez años he ido
acumulando muchas historias, muchos momentos y sobre todo, y lo que siempre me
ha enriquecido más, muchos compañeros de camino. De todo ello guardé en mis
alforjas algo y tiré al pie de los cardos lo que me sobraba y pesaba
innecesariamente en el morral. Si bien las historias y momentos allá quedaron,
muchos de esos compañeros de vereda siguen hoy a mi lado. Han ido gastando sus
suelas a la par que las mías y nos hemos ido curando las ampollas y mataduras
mutuamente. Tengo claro que aún me queda por andar, por aprender, por caer y
levantarme pero aquí está el tío.
Me autoproclamo cuarenta y diecero. Esta proclamación es como la
monarquía: por decreto propio. Asimismo me comprometo a vivir como me dicte mi
conciencia, que ya venía haciéndolo hace mucho, pero sin pedir permiso a nadie para
entrar en mi propia bañera a limpiarme de las inmundicias y las miasmas que se
me pegan en el día a día. A mis cuarenta y diez me comprometo a sonreír, y
sentir mi sonrisa, ante algo que me importe un bledo por mucho que me disguste.
A decir lo que pienso pasando por alto los sentimientos de agresión ajena: si
te digo lo que opino es en base a mi propia libertad de opinión, así que no te
sientas agredido y no te des por aludido; si quiero ofenderte a ti lo haré con
tus nombres y apellidos. Si utilizo el plural mayestático es porque todos, y el
que esté libre de pecado que tire la primera piedra, la hemos cagado alguna vez
con lo que dijimos o hicimos, no para que te sientas atacado en tu moral y en
tus ideas que, casualmente, aunque no lo creas se parecen mucho a las mías.
Y así, públicamente, ante todo el
que me quiera, me lea, me estime o me odie, doy por vuelta a la pata de este
jamón que si fuese gallego lo acompañaría con grelos, pero como soy de mi
tierra, o de donde mis pies levanten el polvo, lo acompaño con un buen Ribera.
Salud, compañeros y apretón de mano izquierda.
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