miércoles, 5 de agosto de 2015

MARILUZ: SACRIFICIO Y CORAJE


            Cuando se nos pide que definamos con pocas palabras algo que valoramos en gran medida, hemos de buscar adjetivos muy concretos que compriman definiciones y conceptos para los que a veces necesitaríamos páginas y páginas para lograr plasmar lo que queremos.
         Cuando además tenemos que pensar alguien concreto que encarne esa palabra, lo habitual es que a la cabeza nos venga la imagen de más de una persona que hacen honor a esos adjetivos o a esas definiciones.
         Estoy seguro que cuando la palabra en cuestión a definir es AMOR, a todos se nos reduce considerablemente el número de personas que merezcan esos calificativos; desde luego en mi caso así es. Por supuesto que no me refiero a pensar en alguien Global, sino alguien concreto que además influya o haya influido directamente en nuestra vida.
         Tengo claro que si a mí se me hiciese esa pregunta y que lo que tuviese que retratar fuese el AMOR, las palabras que lo definirían serían las que encabezan estas líneas y la persona que lo encarnaría sería esa mujer que las acompaña a la que le debo no mucho, sino todo: mi madre.
         En su casa siempre fue “la pequeña”. Era la más joven de los cinco hijos de Emilio y Ramona. Nació un año después que empezase la “guerra fratricida” que dividió España en dos. Vivió la despedida de alguno de sus tíos a tierras mexicanas huyendo entre otras cosas de lo que realmente nadie quería: una guerra. Sí, fue una niña de la “postguerra”, sin embargo jamás la he oído contar nada de aquella época tal vez porque en realidad, en aquella España rural, se ha contado la historia como convino a los supuestos vencedores o a los supuestos vencidos, aunque aquel pasaje, en mi humilde opinión, todos perdieron y perdimos y sólo sirvió para demostrar lo que siempre fue este país: un continuo discurso de que mis ideas son las mejores.
         Daré un salto en el tiempo porque ni soy dueño de lo que ella vivió ni estoy en la posición de contar lo que no conocí, sino que serían opiniones propias que no vienen a cuento…
         En la juventud, como cualquier joven, conoció a Hilario y tras un noviazgo no exento de sorpresas para mi padre por aquello de que alguien de otro pueblo se venga a “llevar” a una moza del pueblo no sentaba muy bien en aquella Castilla de los años 60. Cuando contaba con veintisiete años se casó con el que ha sido el hombre de su vida. Además de su marido, sobre todas las cosas, fue su compañero y parte de un tándem que duró menos de lo que ella deseaba cuando a punto de cumplir los cuarenta años de matrimonio una madrugada le sorprendió llevándose inesperadamente al que tantos tragos, buenos y malos, había tomado a medias con ella.
         Se sacrificó en todo lo que fue necesario porque su marido fuese feliz y si bien empezaron su vida en común “con una mano adelante y otra detrás” su unión y sobre todo su AMOR hizo que desde criar a biberón una camada de cerdos a llevar la comida “las tierras” mientras mi padre segaba o trabajaba en el las labores del campo, fuese más llevadera esa soledad en San Cebrián, separada de su pueblo, que tantas veces sufrió sólo atenuada por la compañía de Eulalia, la vecina.
En San Cebrián nacieron cuatro de sus hijos, y ese cuarto hijo fue tal vez el que hizo que toda su vida diese un giro de 180º y mostrase más si cabe ese coraje y ese sacrificio que solo una madre puede alcanzar; porque Dios lo quiso o más bien porque el médico que atendió el parto no hizo bien su trabajo, y provocó daños en el recién nacido que convirtieron los siguientes años en un calvario encarnados entre la soledad de una pensión del barrio de El Pilar madrileño y el hospital de La Paz.
Aun con la que se les vino encima, por el tiempo en que vivían y porque “los hijos los mandaba Dios”, poco más de un año después nació el pequeño de la casa, ya viviendo en Valladolid. Las ausencias continuadas para las operaciones y cuidados en Madrid de este que les escribe, con la necesidad de ingresos para todo lo que suponía pagar una letra de un piso y mantener los gastos de la pensión y de todo lo demás, Hilario se tuvo que ir a trabajar fuera, con lo que los otros cuatro hijos no podían quedar desamparados y como “Dios aprieta pero no ahoga”, los dos mayores tuvieron que entrar internos en el colegio de los Maristas de Valladolid, pero el tercero y el quinto de los hijos eran demasiado pequeños, uno con tres años y el otro con apenas uno, y no había solución para ellos… hasta que apareció un ángel de la guarda en la persona de D. Orencio, y aunque era duro, consiguió que les admitiesen en la casa cuna, algo muy cruel pensado fríamente, pero única salida ante una decisión que no podía ser de otra manera.
En resumen… una familia “fracturada”. Con el padre trabajando a destajo en todo lo que podía de lunes a viernes y llevando la labranza que mantenía en el pueblo los fines de semana, los dos hijos mayores internos en un  colegio y otros dos hijos en la casa cuna mientras ella sufría en soledad entre la habitación de la pensión y la vitrina de la sala de espera de la UCI pediátrica del hospital de la Paz en Madrid, Mariluz se aferraba a sus creencias y a sus convicciones de un Dios Padre que no la abandonaría y le daría fuerzas para llevarlo todo para adelante. Casi tres años duró esta situación hasta que los médico dieron el alta al pequeño con la obligación de asistir, primero cada seis meses y después cada año, a revisiones periódicas.
Y ya todos juntos, en el barrio de La Rondilla en Valladolid, comenzaría una nueva etapa, sobre todo de trabajo y educación hacia sus hijos. En esos años también se sumaría a la familia la abuela Ramona, su madre, que aunque también estaba a veces en el pueblo donde más a gusto se encontraba era en casa de “la pequeña”. Hilario consiguió colocarse en una fábrica y ya terminaron los viajes y las búsquedas continuas de trabajo, centrándose entre la fábrica y la labranza los fines de semana; por su parte Mariluz además de llevar la casa y a nuestra educación, porque la educación era más cosa de la madre, las mañanas, mientras nosotros estábamos en el colegio ella trabajaba limpiando casas, oficinas o lo que se terciase, con tal de llevar un duro a casa para llegar a fin de mes.
Por supuesto que los sobresaltos eran algo habitual; cómo no teniendo cinco hijos y como ella siempre expresa: “tengo cinco dedos igual que tengo cinco hijos, si ningún dedo es igual, lo mismo ocurre con los hijos”. La educación fue firme, a los cinco les enseñó que había que echar una mano en casa y les enseñó a todo lo que se puede enseñar para ser independientes, y en eso Mariluz no era en nada machista, así que lo mismo aprendimos a freír una camisa que a planchar un huevo… o era al revés, jajaja. La cuestión es que así fue y a todos nos mostró con el ejemplo que hay que ir asumiendo responsabilidades, cada uno la suya conforme a la edad, y para hacerle más liviana la carga y la economía iba a “La Marquesina” a comprar la fruta, y si había fruta “picada” cargaba para preparar todo tipo de confituras y dulces, y si había huevos “cascados” compraba un cartón entero para poder hacer flanes y natillas sin que se echasen a perder. Las sopas de ajo eran entonces comida de andar por casa, no como ahora que lo presentan como delicatesen en las cartas de los restaurantes. Se comía lo que había, y si un día se podía hacer un extra, era a base de mucho esfuerzo. No recuerdo tener que tirar comida porque siempre había un plato para poder aprovechar las sobras…
Mariluz trabajó mientras sus fuerzas se lo permitieron y lo dejó de hacer a medida que nosotros nos fuimos independizando y formando nuestras familias, siempre con ella y con Hilario como espejos donde mirarnos.
Cuando ya parecía que llegaba la tranquilidad de la jubilación de mi padre, con todos nosotros casados ya y con nietos, le sorprendió el momento más doloroso de su vida. Mi padre, su marido, su compañero, la soga de su caldero para sacar agua del pozo de su vida, murió de un infarto fulminante; de eso hace ahora diez años.
Desde entonces ha sabido sobreponerse al dolor sin dejar de hablar con él un solo día, pero esa fuerza, ese coraje, han hecho que aprenda a ver que la vida sigue. Ahora es momento de disfrutar y aunque alguna espina tiene clavada, lo hace lo mejor que puede, rodeada de sus hijos y nietos, unos más cerca y otros más lejos, pero siempre sobreponiéndose a los achaques y dolores que una vida de trabajo y sacrificio por su marido y por sus hijos le han dejado como cicatriz que lleva con todo el AMOR del mundo.
Con todo el AMOR de un hijo…

Juan J. López Cartón.

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