Cuando
se nos pide que definamos con pocas palabras algo que valoramos en gran medida,
hemos de buscar adjetivos muy concretos que compriman definiciones y conceptos
para los que a veces necesitaríamos páginas y páginas para lograr plasmar lo
que queremos.
Cuando además tenemos que pensar
alguien concreto que encarne esa palabra, lo habitual es que a la cabeza nos
venga la imagen de más de una persona que hacen honor a esos adjetivos o a esas
definiciones.
Estoy seguro que cuando la palabra en
cuestión a definir es AMOR, a todos se nos reduce considerablemente el número
de personas que merezcan esos calificativos; desde luego en mi caso así es. Por
supuesto que no me refiero a pensar en alguien Global, sino alguien concreto
que además influya o haya influido directamente en nuestra vida.
Tengo claro que si a mí se me hiciese
esa pregunta y que lo que tuviese que retratar fuese el AMOR, las palabras que
lo definirían serían las que encabezan estas líneas y la persona que lo
encarnaría sería esa mujer que las acompaña a la que le debo no mucho, sino
todo: mi madre.
En su casa siempre fue “la pequeña”.
Era la más joven de los cinco hijos de Emilio y Ramona. Nació un año después
que empezase la “guerra fratricida” que dividió España en dos. Vivió la
despedida de alguno de sus tíos a tierras mexicanas huyendo entre otras cosas
de lo que realmente nadie quería: una guerra. Sí, fue una niña de la “postguerra”,
sin embargo jamás la he oído contar nada de aquella época tal vez porque en
realidad, en aquella España rural, se ha contado la historia como convino a los
supuestos vencedores o a los supuestos vencidos, aunque aquel pasaje, en mi
humilde opinión, todos perdieron y perdimos y sólo sirvió para demostrar lo que
siempre fue este país: un continuo discurso de que mis ideas son las mejores.
Daré un salto en el tiempo porque ni
soy dueño de lo que ella vivió ni estoy en la posición de contar lo que no
conocí, sino que serían opiniones propias que no vienen a cuento…
En la juventud, como cualquier joven,
conoció a Hilario y tras un noviazgo no exento de sorpresas para mi padre por
aquello de que alguien de otro pueblo se venga a “llevar” a una moza del pueblo
no sentaba muy bien en aquella Castilla de los años 60. Cuando contaba con
veintisiete años se casó con el que ha sido el hombre de su vida. Además de su
marido, sobre todas las cosas, fue su compañero y parte de un tándem que duró
menos de lo que ella deseaba cuando a punto de cumplir los cuarenta años de matrimonio
una madrugada le sorprendió llevándose inesperadamente al que tantos tragos,
buenos y malos, había tomado a medias con ella.
Se sacrificó en todo lo que fue
necesario porque su marido fuese feliz y si bien empezaron su vida en común
“con una mano adelante y otra detrás” su unión y sobre todo su AMOR hizo que
desde criar a biberón una camada de cerdos a llevar la comida “las tierras”
mientras mi padre segaba o trabajaba en el las labores del campo, fuese más
llevadera esa soledad en San Cebrián, separada de su pueblo, que tantas veces
sufrió sólo atenuada por la compañía de Eulalia, la vecina.
En San Cebrián nacieron cuatro de sus hijos, y ese cuarto hijo fue tal
vez el que hizo que toda su vida diese un giro de 180º y mostrase más si cabe ese
coraje y ese sacrificio que solo una madre puede alcanzar; porque Dios lo quiso
o más bien porque el médico que atendió el parto no hizo bien su trabajo, y
provocó daños en el recién nacido que convirtieron los siguientes años en un
calvario encarnados entre la soledad de una pensión del barrio de El Pilar
madrileño y el hospital de La Paz.
Aun con la que se les vino encima, por el tiempo en que vivían y
porque “los hijos los mandaba Dios”, poco más de un año después nació el
pequeño de la casa, ya viviendo en Valladolid. Las ausencias continuadas para
las operaciones y cuidados en Madrid de este que les escribe, con la necesidad
de ingresos para todo lo que suponía pagar una letra de un piso y mantener los
gastos de la pensión y de todo lo demás, Hilario se tuvo que ir a trabajar
fuera, con lo que los otros cuatro hijos no podían quedar desamparados y como
“Dios aprieta pero no ahoga”, los dos mayores tuvieron que entrar internos en
el colegio de los Maristas de Valladolid, pero el tercero y el quinto de los
hijos eran demasiado pequeños, uno con tres años y el otro con apenas uno, y no
había solución para ellos… hasta que apareció un ángel de la guarda en la
persona de D. Orencio, y aunque era duro, consiguió que les admitiesen en la
casa cuna, algo muy cruel pensado fríamente, pero única salida ante una
decisión que no podía ser de otra manera.
En resumen… una familia “fracturada”. Con el padre trabajando a
destajo en todo lo que podía de lunes a viernes y llevando la labranza que
mantenía en el pueblo los fines de semana, los dos hijos mayores internos en
un colegio y otros dos hijos en la casa
cuna mientras ella sufría en soledad entre la habitación de la pensión y la
vitrina de la sala de espera de la UCI pediátrica del hospital de la Paz en
Madrid, Mariluz se aferraba a sus creencias y a sus convicciones de un Dios
Padre que no la abandonaría y le daría fuerzas para llevarlo todo para
adelante. Casi tres años duró esta situación hasta que los médico dieron el
alta al pequeño con la obligación de asistir, primero cada seis meses y después
cada año, a revisiones periódicas.
Y ya todos juntos, en el barrio de La Rondilla en Valladolid,
comenzaría una nueva etapa, sobre todo de trabajo y educación hacia sus hijos.
En esos años también se sumaría a la familia la abuela Ramona, su madre, que
aunque también estaba a veces en el pueblo donde más a gusto se encontraba era
en casa de “la pequeña”. Hilario consiguió colocarse en una fábrica y ya
terminaron los viajes y las búsquedas continuas de trabajo, centrándose entre
la fábrica y la labranza los fines de semana; por su parte Mariluz además de
llevar la casa y a nuestra educación, porque la educación era más cosa de la
madre, las mañanas, mientras nosotros estábamos en el colegio ella trabajaba
limpiando casas, oficinas o lo que se terciase, con tal de llevar un duro a
casa para llegar a fin de mes.
Por supuesto que los sobresaltos eran algo habitual; cómo no teniendo
cinco hijos y como ella siempre expresa: “tengo cinco dedos igual que tengo
cinco hijos, si ningún dedo es igual, lo mismo ocurre con los hijos”. La
educación fue firme, a los cinco les enseñó que había que echar una mano en
casa y les enseñó a todo lo que se puede enseñar para ser independientes, y en
eso Mariluz no era en nada machista, así que lo mismo aprendimos a freír una
camisa que a planchar un huevo… o era al revés, jajaja. La cuestión es que así
fue y a todos nos mostró con el ejemplo que hay que ir asumiendo
responsabilidades, cada uno la suya conforme a la edad, y para hacerle más
liviana la carga y la economía iba a “La Marquesina” a comprar la fruta, y si
había fruta “picada” cargaba para preparar todo tipo de confituras y dulces, y
si había huevos “cascados” compraba un cartón entero para poder hacer flanes y
natillas sin que se echasen a perder. Las sopas de ajo eran entonces comida de
andar por casa, no como ahora que lo presentan como delicatesen en las cartas
de los restaurantes. Se comía lo que había, y si un día se podía hacer un
extra, era a base de mucho esfuerzo. No recuerdo tener que tirar comida porque
siempre había un plato para poder aprovechar las sobras…
Mariluz trabajó mientras sus fuerzas se lo permitieron y lo dejó de
hacer a medida que nosotros nos fuimos independizando y formando nuestras
familias, siempre con ella y con Hilario como espejos donde mirarnos.
Cuando ya parecía que llegaba la tranquilidad de la jubilación de mi
padre, con todos nosotros casados ya y con nietos, le sorprendió el momento más
doloroso de su vida. Mi padre, su marido, su compañero, la soga de su caldero
para sacar agua del pozo de su vida, murió de un infarto fulminante; de eso
hace ahora diez años.
Desde entonces ha sabido sobreponerse al dolor sin dejar de hablar con
él un solo día, pero esa fuerza, ese coraje, han hecho que aprenda a ver que la
vida sigue. Ahora es momento de disfrutar y aunque alguna espina tiene clavada,
lo hace lo mejor que puede, rodeada de sus hijos y nietos, unos más cerca y
otros más lejos, pero siempre sobreponiéndose a los achaques y dolores que una
vida de trabajo y sacrificio por su marido y por sus hijos le han dejado como
cicatriz que lleva con todo el AMOR del mundo.
Con
todo el AMOR de un hijo…
Juan
J. López Cartón.
Muy bonito me as hecho llorar
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