Dice el saber popular
que “el amor mueve montañas”. Esta expresión hiperbólica, lejos de la realidad,
refleja hasta dónde se puede llegar por amor y lo que por amor se puede llegar
a ser capaz.
El amor; ese etéreo
sentimiento capaz de hacerse tan palpable y físico como para crear y para
destruir a las personas. Ese “quiero y no puedo” que se convierte en “puedo
porque lo quiero”. Esa venda que se nos pone en los ojos cuando vemos estando
ciegos. Esa droga que engancha, ese gas que puede asfixiar y del que siempre
buscamos abrir la espita.
Tal vez sea el tema
más recurrente a lo largo de la historia del hombre. Ha marcado todo tipo de
tendencias y de épocas en los distintos artes. Ha sido musa para obras de
literatura y melodías musicales; y dama negra con guillotina en muchas
ocasiones. A pesar de estar representado por dioses masculinos en la antigüedad
con el tiempo se ha feminizado su imagen.
Si bien los escépticos
manifiestan que lo que no se puede tocar no existe, no así con el amor. Tal vez
sea el único de los sentimientos que se une y entrelaza con los sentidos; el más carnal de todos ellos. El más creador y el más
destructor no solo de personas, sino de todo lo que podamos imaginar: casas,
ciudades, países… y planetas, ¿quién se atrevería a decir que no?
Madre y padre del
pecado capital de la lujuria, y de otros pecados no menos capitales que
cualquiera en su cabeza pueda imaginar, porque el amor es también imaginación,
fantasía y sueños en brazos de Morfeo o quién sabe si en los de Hades.
Paloma unas veces,
corazón otras, cisnes entrelazando sus cuellos, dedos índice y pulgar
arqueándose y uniendo sus yemas… hay cientos de manifestaciones gráficas del
amor. Sin embargo yo me quedaré siempre con una; la más sencilla, la más
carnal, la más pura y a veces la más traidora: el beso.
Voluble y versátil el
amor; igual se siente por otra persona, sea o no del mismo sexo como por un
compañero de fatigas, un amigo de dos, cuatro o hasta cien patas… Incluso se
dan casos de un amor hacia uno mismo que pasa del natural amor propio al más
propio de los sentimientos ególatras.
Desde el amor más
arcano, por la propia supervivencia, se ha ido llegando al amor más mundano, el
del propio bienestar. Sin embargo el original es el que nos ha permitido llegar
hasta nuestros días, porque por encima de todo, en su versatilidad, siempre ha
primado la conservación. El instinto nos transmite la suficiente carga hormonal que hace que el
amor sea un redundante origen del principio.
Dicen que cuando uno
se enamora se le nota en la cara, y es que la transformación que se alcanza
cuando Cupido o Eros lanzan su hechizo, su bebedizo, va más allá de la simple
apariencia. La cara no es más que el espejo de lo que nos sucede en cada fibra
de nuestro cuerpo, en cada neurona de nuestro cerebro. La transformación real
no es lo que ven los demás; la metamorfosis se produce en el interior de la
persona, que es donde realmente solo puede llegar a ver quien corresponde a ese
amor.
Conforme escribo
puede parecer que a la vez que veo lo loable del amor intento buscar lo malo. Hay
una cara oscura que no se debe callar, porque tan real es un amor como otro;
tan transformador, tan repleto de sensaciones, tan abrumador, tan maravilloso,
tan… letal.
Cada uno de nosotros
optamos en algún momento por alguno de todos estos amores, y aunque no nos
demos cuenta enmascaramos, disfrazamos sin ser muchas veces conscientes de
ello, un sentimiento que como primario que es busca el bienestar y la
supervivencia de uno mismo y de todo lo que nos rodea.
Sin duda, para mí,
los dos amores más grandes conocidos son el amor de una madre y el amor a la
vida. Amor a la vida que se encarna en otra persona que hace que esa vida sea
plena.
Un abrazo y apretón
de mano izquierda.
Juan J. López Cartón.
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