lunes, 8 de junio de 2015

LA BERREA DEL CAMPO GRANDE


            Hace tiempo, no mucho para unos aunque demasiado para otros, la vida era más sencilla. Nacer no era sinónimo de complicación sino de felicidad. Vivir no era una competición sino aquello de lo podíamos disfrutar.

            Hace tiempo, cuando la vida se vivía al minuto sin tener que pensar en todos los riesgos del mundo poniendo la tirita antes que la herida, cuando en los coches cabían los que entrasen y el cinturón de seguridad se enganchaba cuando “salías a carretera”. Cuando primaba la calidad de vida en vez de la cantidad y solo los privilegiados y los emigrantes en busca de trabajo conocían el extranjero.

            Las grandes ciudades eran grandes pueblos donde la gente se conocía y se saludaba por la calle, porque se paseaba con la mirada hacia delante sin necesidad de mirar al suelo para esconderse de nadie. Cuando no había reparo ni prisas por llegar a los sitios porque siempre se salía de casa con tiempo suficiente para ser puntual aunque te parases con cualquiera a charlar.

            Las aceras de las calles en los barrios eran un mural de circuitos pintados con tiza para las carreras de chapas y si había un pequeño agujero no era un bache, sino un boquete perfecto para jugar al “gua” con las canicas. La teja rodaba para jugar a la rayuela o incluso cuando los coches no pasaban, se jugaba al burro o al “churro, media manga o manga entera” haciéndose dueños de la calle. Los niños repartían su vida entre el colegio, la casa y la calle, sin peligro ni miedo a nadie más que al hombre del saco. Las calles “muertas” eran el campo de futbol perfecto donde las puertas metálicas de las cocheras se convertían en porterías y el partido terminaba cuando desde alguna ventana algún vecino protestaba y reñía sin miedo a ser encarado o amenazado por ningún niño que no le dejaba dormir la siesta por los balonazos en las traseras.

            Cuando el padre mandaba al hijo a por tabaco al estanco o al bar, o a por vino a la bodeguilla sin tenerse que plantear que le estabas incitando a nada. Cuando la zapatilla servía además de para andar por casa para dar un zapatillazo merecido, sin miedo a que nadie te denunciase por malos tratos o viniesen los Servicios Sociales a quitarte a tu díscolo hijo.

            Cuando si querías leer el periódico solo tenías que bajar al bar a tomarte un vino con los vecinos del barrio. Cuando el periódico servía además de contar noticias para envolver el pan, el pescado o cualquier cosa porque nadie se moría por una supuesta ingestión de tinta.
            Cuando los niños comenzaban el colegio sin “periodos de adaptación” y ninguno sufría ningún trauma por ello en su edad adulta. Las ratios no existían y en las aulas se trataba de usted al maestro. Ellos trataban de enseñar y de ser maestros; no amigos. Si un niño tenía algo con otro lo solucionaban en el “descampao” del barrio y después todos juntos jugaban un partido de fútbol donde los postes eran dos piedras y el larguero lo marcaba la altura a la que pudiese llegar el que hacía de portero.
            Durante el curso nadie pensaba cuando era la próxima excursión, porque sabías que como mucho habría una al final después de la “quinta evaluación”, y no hacía falta que fuese a ningún parque temático; era suficiente ir a cualquier sitio porque lo que querías era pasar el día con tus compañeros y armar el follón en el autobús cantándole al conductor de primera que nunca se reía.

            Cuando castigar a un hijo era muy sencillo, bastaba con que no bajase a la calle o quedarse sin ver la tele. Los padres no tenían que pensar de todas las cosas que tenía el niño cual era lo que más le dolería que le quitasen.

            Cuando se recibían regalos sólo cuando venían lo Reyes, y con suerte por el cumpleaños. Para soplar las velas no se necesitaba ir al burguer ni invitar a toda la clase, lo celebrabas con tu familia y como mucho algún vecino, porque los vecinos eran uno más de la casa. Ese día, para que todos supiesen que cumplías años lo único que tenías que hacer era llevar caramelos a clase y un puro al maestro, y nadie pensaba que estabas haciéndole la pelota por ello.

            Las vacaciones eran de andar por casa: de casa de la ciudad a casa del pueblo y eran maravillosas porque aunque hacías lo mismo que en la urbe, allí todo se multiplicaba por mil y te reencontrabas con todos los primos y lo mismo daba dónde comieses o dónde cenases porque a tu casa solo llegabas de la plaza del pueblo para irte a dormir.


            Los domingos, después de ir a misa, se tomaba el vermut y los niños tomaban un mosto. Por la tarde se salía de paseo y allí en mi querida Valladolid al Campo Grande donde, por un tiempo, se llegó a escuchar la berrea y aún hoy día, en lo remoto del tiempo, mucha gente sigue escuchándola…

No hay comentarios:

Publicar un comentario