Hace tiempo, no mucho para unos
aunque demasiado para otros, la vida era más sencilla. Nacer no era sinónimo de
complicación sino de felicidad. Vivir no era una competición sino aquello de lo
podíamos disfrutar.
Hace tiempo, cuando la vida se vivía
al minuto sin tener que pensar en todos los riesgos del mundo poniendo la
tirita antes que la herida, cuando en los coches cabían los que entrasen y el
cinturón de seguridad se enganchaba cuando “salías a carretera”. Cuando primaba
la calidad de vida en vez de la cantidad y solo los privilegiados y los
emigrantes en busca de trabajo conocían el extranjero.
Las grandes ciudades eran grandes
pueblos donde la gente se conocía y se saludaba por la calle, porque se paseaba
con la mirada hacia delante sin necesidad de mirar al suelo para esconderse de
nadie. Cuando no había reparo ni prisas por llegar a los sitios porque siempre
se salía de casa con tiempo suficiente para ser puntual aunque te parases con
cualquiera a charlar.
Las aceras de las calles en los
barrios eran un mural de circuitos pintados con tiza para las carreras de
chapas y si había un pequeño agujero no era un bache, sino un boquete perfecto
para jugar al “gua” con las canicas. La teja rodaba para jugar a la rayuela o
incluso cuando los coches no pasaban, se jugaba al burro o al “churro, media
manga o manga entera” haciéndose dueños de la calle. Los niños repartían su
vida entre el colegio, la casa y la calle, sin peligro ni miedo a nadie más que
al hombre del saco. Las calles “muertas” eran el campo de futbol perfecto donde
las puertas metálicas de las cocheras se convertían en porterías y el partido
terminaba cuando desde alguna ventana algún vecino protestaba y reñía sin miedo
a ser encarado o amenazado por ningún niño que no le dejaba dormir la siesta
por los balonazos en las traseras.
Cuando el padre mandaba al hijo a
por tabaco al estanco o al bar, o a por vino a la bodeguilla sin tenerse que
plantear que le estabas incitando a nada. Cuando la zapatilla servía además de
para andar por casa para dar un zapatillazo merecido, sin miedo a que nadie te
denunciase por malos tratos o viniesen los Servicios Sociales a quitarte a tu
díscolo hijo.
Cuando si querías leer el periódico
solo tenías que bajar al bar a tomarte un vino con los vecinos del barrio.
Cuando el periódico servía además de contar noticias para envolver el pan, el
pescado o cualquier cosa porque nadie se moría por una supuesta ingestión de
tinta.
Cuando los niños comenzaban el
colegio sin “periodos de adaptación” y ninguno sufría ningún trauma por ello en
su edad adulta. Las ratios no existían y en las aulas se trataba de usted al
maestro. Ellos trataban de enseñar y de ser maestros; no amigos. Si un niño
tenía algo con otro lo solucionaban en el “descampao” del barrio y después
todos juntos jugaban un partido de fútbol donde los postes eran dos piedras y
el larguero lo marcaba la altura a la que pudiese llegar el que hacía de
portero.
Durante el curso nadie pensaba
cuando era la próxima excursión, porque sabías que como mucho habría una al
final después de la “quinta evaluación”, y no hacía falta que fuese a ningún
parque temático; era suficiente ir a cualquier sitio porque lo que querías era
pasar el día con tus compañeros y armar el follón en el autobús cantándole al
conductor de primera que nunca se reía.
Cuando castigar a un hijo era muy
sencillo, bastaba con que no bajase a la calle o quedarse sin ver la tele. Los
padres no tenían que pensar de todas las cosas que tenía el niño cual era lo
que más le dolería que le quitasen.
Cuando se recibían regalos sólo
cuando venían lo Reyes, y con suerte por el cumpleaños. Para soplar las velas
no se necesitaba ir al burguer ni invitar a toda la clase, lo celebrabas con tu
familia y como mucho algún vecino, porque los vecinos eran uno más de la casa.
Ese día, para que todos supiesen que cumplías años lo único que tenías que
hacer era llevar caramelos a clase y un puro al maestro, y nadie pensaba que
estabas haciéndole la pelota por ello.
Las vacaciones eran de andar por
casa: de casa de la ciudad a casa del pueblo y eran maravillosas porque aunque
hacías lo mismo que en la urbe, allí todo se multiplicaba por mil y te
reencontrabas con todos los primos y lo mismo daba dónde comieses o dónde
cenases porque a tu casa solo llegabas de la plaza del pueblo para irte a
dormir.
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