Las líneas de hoy quiero dedicarlas a una persona: a
Mª Luz, mi madre; ¿Porqué? Muy simple, porque al igual que Mónica, la madre de
Agustín, es la gran artífice no solo de lo que hoy soy yo, sino también Javi,
Emilio, Chuchi y Miguel, mis hermanos. La persona más luchadora, consecuente y
amante que conozco. La persona que en la sombra siempre veló y vela por mis
sueños y mis desmanes en esta vida. Otro día os hablaré de ella porque, junto
con mi padre Hilario, lo merecen.
Como iba diciendo… CONVERSIÓN.
Generalmente rodeada de un halo místico, y reflejo sobre todo de la vida de
alguien como Agustín de Hipona: San Agustín. Aunque como ya habréis ido viendo
en mis anteriores artículos mi misticismo es bastante particular ya que yo más
que ascender y levitar soy de tener los pies en el suelo y además de orar y
reflexionar, cosa por otro lado muy necesaria para mí, soy más de aquello de “a
Dios rogando y con el mazo dando”.
Nuestra vida es una continua
conversión en cualquier aspecto: humano, espiritual y social. Todos nacemos
como si fuésemos un folio en blanco, un folio que llenamos poco a poco conforme
vamos avanzando día a día, año a año en la vida. Al principio, de recién
nacidos apenas avanzamos en la escritura de nuestra historia y las primeras
páginas de lo que luego se convertirá en el libro de nuestra vida se van
escribiendo muy poco a poco, porque aparte de tener poco que decir, casi no
tenemos tampoco cosas que contar desde la comodidad de una criatura a la que
todo se le debe hacer. Conforme avanzan los años, como decía, las páginas se
van llenando más rápidas con nuestros avances: nuestra primera palabra, nuestro
primer paso, nuestro primer coscorrón con la silla o la mesa de turno… pero ya
no hay vuelta atrás; a partir de ahí ya no paramos de escribir ni reflejar
cómo, día a día, año tras año, nos vamos transformando, sufriendo una
conversión en lo que llegaremos a ser.
Nuestra vida, desde ese momento va
paralelo a la conversión: dejamos de ser bebés para convertirnos en niños, que
dejamos para convertirnos en adolescentes y después de convertirnos en jóvenes
“maduros” hacemos de nuevo una conversión para llegar a ser hombres y mujeres
“de provecho” o de “desecho”.
Cada conversión que se sucede
conlleva a una transformación. Desde niños recibimos una educación en el seno
de nuestros hogares; la base, generalmente, de lo que seremos en el futuro
lejano. Siempre he sostenido que lo que mamamos de nuestros padres nos marca
para toda la vida. No tanto por lo que llegaremos a ser, sino por cómo lo
llegaremos a conseguir. En un hogar donde se educa en valores, en respeto, se
puede llegar muy lejos o muy cerca, pero cualquiera que nos tropecemos en
cualquier momento, percibirá esos valores y ese respeto; seas un gran
arquitecto de renombre o un barrendero de cualquier barrio en los que vivimos.
Por suerte no van necesariamente
parejos, ni falta que hace, la educación recibida con los méritos ni logros
académicos. Conozco labradores, pastores, panaderos con una sensibilidad hacia
el prójimo que ya les gustaría a muchos abogados, jueces y demás repertorio de
licenciaturas. Perdonad, me estoy yendo como casi siempre del tema… o no, no
creo.
Cada persona sufre su propia
conversión; la conversión no entiende de clases ni de estratos sociales. Nuestra
conversión debe ser constructiva hacia nosotros mismos y hacia cómo afrontamos la vida con los demás,
puesto que somos seres sociales por naturaleza (sí, cierto, también hay
excepciones en eso).
Motivos
de conversión pueden ser cualquiera: unos padres, un maestro, un amigo o
enemigo… un acontecimiento puntual de nuestra vida; pero todos, sin falta,
hacen que nuestra cabeza se vaya amueblando hacia un lado u otro. Y como decía
antes, la vida es una continua conversión puesto que nos vamos encontrando y
cruzando con tanta gente, nos van sucediendo tantas situaciones, nos vamos
enfrentando a tantos conflictos, que la manera de afrontar todo esto hace que
nuestra madurez sea una continua evolución, una continua conversión.
Algo que no quiero dejar escapar es
la necesidad de estar abierto a esa conversión. Cómo hemos de tener nuestros
corazones, nuestra mente, abierta y sensible a los cambios que pueden llegar a
nuestra vida, con la opción de elegir, si nos merece la pena, optar por acoger
ese cambio en nosotros para ser mejores personas. El dilema está en la
capacidad de cada uno de saber elegir y saber rectificar si vemos que el cambio
fue una equivocación, porque la conversión no es irreversible; por suerte
siempre hay un punto en el que podemos volver al punto anterior y siempre con
la puerta abierta, dejar que entren o salgan esas opciones que nos aportan o
nos restan.
Así llego a la conclusión que todos,
cada uno de una manera claro, sin distinguir de pensamientos, realidades,
ideologías políticas o religiosas, sustentamos nuestras personas, lo que somos
en cuatro pilares: camino, oración-reflexión, lucha-protesta-acción y
conversión.
Recibid un fraternal abrazo y un
apretón de mano izquierda.
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