domingo, 15 de noviembre de 2009

Había una vez...



Había una vez un payaso que había olvidado sonreír.

Todo el mundo, cuando le veía, no podía evitar soltar una gran carcajada, porque la gente al mirarle no era capaz de ver más allá de su peluca, de sus pinturas, de su nariz de gomaespuma, de sus pantalones a rayas con tirantes y sus grandes zapatones.


Todos los días acudía a su cita en el centro de la pista, bajo la gran carpa roja y blanca para dedicar sus mejores caídas, tartazos, piruetas, canciones, bofetadas... y también todos los días el público le respondía con sonoras carcajadas que a él no le llegaban ya al corazón. Su trabajo era hacer reír, y como buen payaso se empeñaba y se esmeraba a diario para que los ojos de los niños y de los que ya no lo eran tanto, al concluir la función, llevasen ese brillo nuevo y especial en sus ojos; muestra de que todos ellos, en mayor o menor medida, habían sido capaces de aparcar sus ajetreos, agobios, discusiones, fracasos en la entrada de aquella gran carpa mágica llamada circo.

Todos se aunaban a la hora de opinar: los trapecistas espectaculares, los domadores valientes como siempre, los funanbulistas admirables, pero el payaso... para él no tenían suficientes adjetivos que pudiesen reflejar el asombro que aquella cara pintada con nariz gorda y flor en la solapa que no paraba de echar agua era capaz de transmitir.

Un día, como cualquier otro, el director de pista bajo su sombrero de copa y su chaqueta hecha de brillantina y purpurina anunció con voz firme y espectante: "Queridos niños y niñas, papás y mamás, abuelos y abuelas, Señoras y Señoresssssss a continuación vamos a recibir como merece al gran mago de la risa, la única persona del mundo capaz de aplaudir con las orejas mientras toca el saxofón, el único, el inigualableeeeeee payaso Facundo, capaz de hacer reír a todo el mundo", y la carpa, como cada función, pareció venirse abajo con los aplausos y la algarabía que se formó para acoger a la gran estrella de mágico mundo del circo.
Facundo salió triunfal con los brazos abiertos queriendo abarcar toda la grada y antes de dar el segundo paso... ¡¡Pataplafff!!, su cuerpo quedó tendido con una caída por culpa de sus zapatones y de nuevo todo el público soltó su carcajada mientras él hacía aspavientos boca abajo sobre su tremenda barriga de relleno. Intentó levantarse, pero se volvió a pisar el traidor zapatón y una vez más cayó, esta vez boca arriba sacudiendo sus piernas y sus manos como una tortuga en un momento de apuro; y de nuevo la carcajada rasgó la espectación del público. El payaso, mientras veía la reacción del respetable observó algo. Era algo que no le podía pasar desapercibido porque por primera vez, en muchos años como payaso, había algo nuevo entre su ferviente batallón de la risa: un niño que no reía.
De nuevo se levantó llorando como un bebé y soltando grandes chorros de agua por sus ojos de pega, y cuando pasó a la altura del niño... seguía sin sonreír. "No puede ser" pensó... "Esto es peor de lo que yo creía, ya no solo estoy triste yo, mi tristeza se está haciendo contagiosa". Como buen payaso, curtido en las tablas y arenas de muchos circos, no se dio por vencido. De momento centró todos sus esfuerzos en que ese niño riese, y comenzó su repertorio dirigiendo su magia hacia el niño. Tartas volando por el aire que siempre terminaban en su cara, cubos de agua para el director de pista que terminaban encajados en sus grandes zapatos, canciones con su saxofón mientras su sofisticado mecanismo hacía que sus orejas postizas se moviesen aplaudiendo al ritmo de la música... pero nada, Facundo dejó de oír todas las risas y carcajadas y solo oía el silencio que la tristeza de ese niño le transmitía.
Por fin terminó su actuación, se le había hecho eterna, y todo porque ese maldito niño no quería reír. Estaba enfadado, muy enfadado... consigo mismo. "El día en que no sea capaz de hacer reír, será el último para Facundo el payaso" se prometió hacía muchos años. Era lo que llevaba haciendo toda la vida, desde pequeño, cuando solamente tenía que acarrear los cubos de agua y las tartas que su padre y su abuelo dedicaban a repartir entre el público, y que al igual que con él ocurría, siempre terminaban sobre el maquillaje de sus predecesores.
Salió de la carpa cabizbajo, dándole vueltas a lo que había ocurrido: ¿habría llegado su momento? Ya no solamente no era feliz haciendo reír a la gente, sino que además esa misma gente había empezado a dejar de reír, aunque solo fuese en la figura de un niño.
Al llegar a su caravana quedó sorprendido por su inesperada visita: el niño, el origen de su amargura durante la última hora, estaba allí, sentado en el escalón de la entrada de la que era su casa ambulante; "¿porqué estás triste?, preguntó. No podía ser. No era posible que un crío, de apenas cinco años, se hubiese dado cuenta de su gran secreto, de algo de lo que nadie se había percatado, ni entre sus compañeros ni entre el público que cada tarde asistía a su actuación.
"Sé que cada día, cuando terminas tu actuación y vienes a tu caravana, lloras. Sé que cada día, cuanto te maquillas, te dibujas una mueca triste para que después la pintura la tape con esa sonrisa de mentira. No escondas tu tristeza, cambia el orden. Las pinturas siempre serán pinturas, y tu público siempre reirá, te pintes como te pintes. Lo importante es que lo que dejaste atrás, aquel niño que acarreaba los cubos, vuelva a tu corazón; sea él quien pinte tu cara cada tarde antes de saltar a la pista. Recuerda porqué te hiciste payaso". El niño en ese momento sonrió, se levantó, y se alejó entre el resto de casas móviles. Él no entendía nada.
Entró en su caravana, se desmaquilló, y al sentarse, para llorar como todos los días algo pasó por su cabeza que le hizo reaccionar. miró hacia un lado y allí estaba: un cubo de zinc corroído por los años y el desuso. No era posible; ¿quién puso ese recuerdo del pasado en su caravana...? Sin saber porqué, se levantó y echó mano de aquel trasto viejo, y sin explicación alguna, vio su imagen reflejada en un fondo inexistente.
Recorrió la pista de una vieja carpa llena de remiendos en un pueblecito de tercera. Un día, sacando los cubos llenos de agua y serpentinas para la actuación de los payasos, en el esfuerzo de hacer las cosas bien, tropezó y fue al suelo envuelto en agua, confeti, serpentina y zinc. Nadie se dio cuenta de su traspié excepto un niño: el mismo que esa tarde le había visitado en su caravana. Estaba triste. Lo vio y pensó cómo, mientras todos reían por la actuación, él seguía triste. Se levantó mirándole a los ojos, volvió a tomar los cubos y esta vez a propósito, sabiendo que nadie estaba pendiente de él, solo el niño, simuló de nuevo un tropezón volviendo a revolcarse entre barro, y papelillos y sin dejar de mirarle a los ojos y aquel niño triste sonrió. Ese día Facundo, el hijo de Pitillo el payaso, el nieto de Bombacho el payaso decidió lo que quería hacer el resto de su vida: hacer reír a la gente, ser payaso.

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