Muchas veces la vida
es un continuo paseo hasta el patíbulo. Tomamos decisiones inadecuadas y
resultamos reos de nuestras propias acciones. Cuando estamos en el patíbulo,
cuando notamos la aspereza de la pita trenzada que acaricia nuestro cuello,
cuando nuestras piernas y nuestro cuerpo entero tiemblan como una hoja mecida a
su antojo por una suave brisa, cuando miramos al cielo o al infierno diciendo
que no merecemos tal condena, de reojo adivinamos al verdugo sujetando la
palanca que activará el mecanismo que hará que el suelo de madera que pisamos
desaparezca bajo nuestros pies. Si tenemos suerte el alguacil se te acercará y
nos ofrecerá esa última voluntad, ese último pitillo, que aun sabiendo que
después no habrá otro, fumamos con el ansia del que no espera que amanezca al
día después.
Esta imagen a la gran
mayoría os habrá transportado al sofá de casa mientras veíais una película del
oeste de las de antes. La vida de todos, por lo limitado de su duración, porque
en ella surgen, se quedan y se van continuamente los personajes, con un “actor
protagonista” que es el dueño del guion y se suceden los acontecimientos,
desdichas y alegrías de los que en ella participan, vista por los demás desde
su “cómoda butaca” puede resultar también una película.
¿Cuántas veces a lo
largo de esa película que es nuestra vida nos encontramos subidos al patíbulo?
Todas esas veces en las que parece que una situación nos ha llevado a una vía
muerta en la que ya no hay posibilidad de avanzar.
Conocemos la
dificultad de educar unos hijos que con todo el cariño, mimo y cuidado hemos
procurado que aprendiesen a hacer las cosas bien. Ellos, como seguro que en su
día hicimos los demás, se empeñan casi siempre involuntariamente en hacernos
sentir con la soga al cuello con multitud de situaciones en las que el “tira y
afloja” se hace insoportable y en cierta manera estás deseando que el verdugo
accione esa maldita palanca para detener la continua preocupación de intentar
hacer las cosas bien.
En unos momentos en
los que ese trabajo que nos mantiene a nosotros y nuestras familias se
convierte en una tortura día a día, porque nos sentimos desmotivados, doloridos
o maltratados. Una alegría que se supone “bendita” por el hecho de tener un
privilegio, que a otros muchos les falta, puede llegar al punto de desear no
quererse levantar un día para ser cómplice de una vida que hemos llegado a
aborrecer por momentos.
Situaciones en las
que el vil metal nos marca el camino hacia el precipicio. Un mal cálculo, un
gasto inesperado, una mala planificación o simplemente mala suerte a la hora de
considerar que somos dueños de nuestros gastos cuando las obligaciones y
ocasiones te llegan de la manera más insospechadas. Una vida en las que llevamos
haciendo números y cávalas para que todo nos cuadre; que parece que, como si de
un puzzle se tratase, tenemos todas las piezas ordenadas y colocadas para que
todo salga bien y sin saber por qué las piezas se dan la vuelta y descubrimos
que no encajan como encajaban un minuto antes. Ese castillo de naipes que hemos
ido levantando con todo el cuidado, colocando suavemente cada una de las cartas
y por un mal cálculo todo se viene abajo.
Ese “santuario” que
tanto nos costó encontrar; en el que día a día fuimos depositando tiempo,
ilusiones y planes. Un “santuario” en el que cuidamos con todo detalle que
nadie llegase a profanar su calma, su silencio y sentimos cómo poco a poco se
convierte en un mercado lleno de voces y de trasiego. Que descubrimos cómo
motivos ajenos a él ponen en peligro su existencia y van arrancando cada una de
las causas que hicieron y hacen de él nuestro sitio sagrado. Conseguir mantener
ese rincón puede convertirse también en las manos del verdugo que ajustan la
maldita soga que hace que nos cueste respirar.
A veces nuestra vida
también la podemos comparar con el funambulista que, si bien no se encuentra en
un punto final de la vida, tiene ante sí un estrecho, duro y doloroso camino en
el que un solo error le puede hacer caer al abismo.
Nos preguntamos a
diario porqué debemos subir a lo alto de la torre de la que pende el cable de
acero que será nuestro camino. Con solo una pértiga que nos dará o nos quitará
el equilibrio damos un primer paso que sabemos que no será el último porque
mientras haya cable tendremos que seguir avanzando. En el cable no existe
escapatoria posible. Solo la determinación de avanzar será la que nos haga
llegar al final.
Buscamos la
posibilidad de encontrar un cable más grueso por el que avanzar, un camino más
cómodo que evite el dolor que causa en nuestros pies la marca del puñetero
acero clavándose bajo nuestras plantas.
Un camino en el que
no hay espacio para compañía alguna. A un extremo y a otro del cable se mezclan
los gritos de la gente que nos apoya y la gente que está deseando que caigamos.
No nos podemos permitir un segundo de distracción para discernir ni distinguir
de quién es cada una de las voces que escuchamos porque necesitamos toda
nuestra concentración para avanzar y no caer. Sólo el llegar al final nos
mostrará a los que nos abrazan y se alegran y a los que abandonan el sitio tras
su fracaso de no habernos visto perecer.
En ocasiones la pelea
y el peligro no se encontrará solo bajo nuestros pies sino también en nuestra
cabeza. La continua tentación a darnos por vencidos y dejar de avanzar;
dejarnos caer para terminar con el suplicio, será una batalla más que tendremos
que afrontar.
Unas veces en el
patíbulo, otras veces sobre el cable de acero, la cuestión es que nunca nos
podemos dar por vencidos. Por supuesto que lo fácil, lo cómodo es dejar que el
curso de los acontecimientos nos hagan terminar colgados de la soga o caídos al
vacío pero hemos de ser combatientes y no dejar de luchar por seguir retomando
un camino con más o menos dificultades pero en el que hay espacio para la
compañía de los que queremos se hagan compañeros de nuestra vida.
Recibid un fraternal
saludo y un apretón de mano izquierda.
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