lunes, 18 de mayo de 2015

LA SOGA DEL AHORCADO Y EL FUNAMBULISTA


            Muchas veces la vida es un continuo paseo hasta el patíbulo. Tomamos decisiones inadecuadas y resultamos reos de nuestras propias acciones. Cuando estamos en el patíbulo, cuando notamos la aspereza de la pita trenzada que acaricia nuestro cuello, cuando nuestras piernas y nuestro cuerpo entero tiemblan como una hoja mecida a su antojo por una suave brisa, cuando miramos al cielo o al infierno diciendo que no merecemos tal condena, de reojo adivinamos al verdugo sujetando la palanca que activará el mecanismo que hará que el suelo de madera que pisamos desaparezca bajo nuestros pies. Si tenemos suerte el alguacil se te acercará y nos ofrecerá esa última voluntad, ese último pitillo, que aun sabiendo que después no habrá otro, fumamos con el ansia del que no espera que amanezca al día después.

            Esta imagen a la gran mayoría os habrá transportado al sofá de casa mientras veíais una película del oeste de las de antes. La vida de todos, por lo limitado de su duración, porque en ella surgen, se quedan y se van continuamente los personajes, con un “actor protagonista” que es el dueño del guion y se suceden los acontecimientos, desdichas y alegrías de los que en ella participan, vista por los demás desde su “cómoda butaca” puede resultar también una película.

            ¿Cuántas veces a lo largo de esa película que es nuestra vida nos encontramos subidos al patíbulo? Todas esas veces en las que parece que una situación nos ha llevado a una vía muerta en la que ya no hay posibilidad de avanzar.

            Conocemos la dificultad de educar unos hijos que con todo el cariño, mimo y cuidado hemos procurado que aprendiesen a hacer las cosas bien. Ellos, como seguro que en su día hicimos los demás, se empeñan casi siempre involuntariamente en hacernos sentir con la soga al cuello con multitud de situaciones en las que el “tira y afloja” se hace insoportable y en cierta manera estás deseando que el verdugo accione esa maldita palanca para detener la continua preocupación de intentar hacer las cosas bien.

            En unos momentos en los que ese trabajo que nos mantiene a nosotros y nuestras familias se convierte en una tortura día a día, porque nos sentimos desmotivados, doloridos o maltratados. Una alegría que se supone “bendita” por el hecho de tener un privilegio, que a otros muchos les falta, puede llegar al punto de desear no quererse levantar un día para ser cómplice de una vida que hemos llegado a aborrecer por momentos.

            Situaciones en las que el vil metal nos marca el camino hacia el precipicio. Un mal cálculo, un gasto inesperado, una mala planificación o simplemente mala suerte a la hora de considerar que somos dueños de nuestros gastos cuando las obligaciones y ocasiones te llegan de la manera más insospechadas. Una vida en las que llevamos haciendo números y cávalas para que todo nos cuadre; que parece que, como si de un puzzle se tratase, tenemos todas las piezas ordenadas y colocadas para que todo salga bien y sin saber por qué las piezas se dan la vuelta y descubrimos que no encajan como encajaban un minuto antes. Ese castillo de naipes que hemos ido levantando con todo el cuidado, colocando suavemente cada una de las cartas y por un mal cálculo todo se viene abajo.

            Ese “santuario” que tanto nos costó encontrar; en el que día a día fuimos depositando tiempo, ilusiones y planes. Un “santuario” en el que cuidamos con todo detalle que nadie llegase a profanar su calma, su silencio y sentimos cómo poco a poco se convierte en un mercado lleno de voces y de trasiego. Que descubrimos cómo motivos ajenos a él ponen en peligro su existencia y van arrancando cada una de las causas que hicieron y hacen de él nuestro sitio sagrado. Conseguir mantener ese rincón puede convertirse también en las manos del verdugo que ajustan la maldita soga que hace que nos cueste respirar.

            A veces nuestra vida también la podemos comparar con el funambulista que, si bien no se encuentra en un punto final de la vida, tiene ante sí un estrecho, duro y doloroso camino en el que un solo error le puede hacer caer al abismo.

            Nos preguntamos a diario porqué debemos subir a lo alto de la torre de la que pende el cable de acero que será nuestro camino. Con solo una pértiga que nos dará o nos quitará el equilibrio damos un primer paso que sabemos que no será el último porque mientras haya cable tendremos que seguir avanzando. En el cable no existe escapatoria posible. Solo la determinación de avanzar será la que nos haga llegar al final.

            Buscamos la posibilidad de encontrar un cable más grueso por el que avanzar, un camino más cómodo que evite el dolor que causa en nuestros pies la marca del puñetero acero clavándose bajo nuestras plantas.

            Un camino en el que no hay espacio para compañía alguna. A un extremo y a otro del cable se mezclan los gritos de la gente que nos apoya y la gente que está deseando que caigamos. No nos podemos permitir un segundo de distracción para discernir ni distinguir de quién es cada una de las voces que escuchamos porque necesitamos toda nuestra concentración para avanzar y no caer. Sólo el llegar al final nos mostrará a los que nos abrazan y se alegran y a los que abandonan el sitio tras su fracaso de no habernos visto perecer.

            En ocasiones la pelea y el peligro no se encontrará solo bajo nuestros pies sino también en nuestra cabeza. La continua tentación a darnos por vencidos y dejar de avanzar; dejarnos caer para terminar con el suplicio, será una batalla más que tendremos que afrontar.

            Unas veces en el patíbulo, otras veces sobre el cable de acero, la cuestión es que nunca nos podemos dar por vencidos. Por supuesto que lo fácil, lo cómodo es dejar que el curso de los acontecimientos nos hagan terminar colgados de la soga o caídos al vacío pero hemos de ser combatientes y no dejar de luchar por seguir retomando un camino con más o menos dificultades pero en el que hay espacio para la compañía de los que queremos se hagan compañeros de nuestra vida.

            Recibid un fraternal saludo y un apretón de mano izquierda.


            Juan J. López Cartón.

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