domingo, 9 de septiembre de 2018

CUANDO FALTAN PALABRAS...




            Dice el saber popular que “el burro no es de donde nace sino de donde pace” y, como lo mío siempre ha sido dar la nota discordante, soy de los que creo que en muchas ocasiones no se cumple este dicho al pie de la letra; sobre todo cuando se lleva casi toda la vida de la ceca a la meca. Soy de los que llevo por bandera, por donde quiera que vaya, mi tierra; la que me vio nacer: San Cebrián de Mazote, Valladolid, Castilla..., y sin embargo… mi corazón patrio parece, tomando palabras del gran Alejandro Sanz, “partío”.

                Tirando de hemeroteca y datos estadísticos puedo decir que nací en un pueblo que por entonces, hace 47 años, tenía un censo de 385 habitantes (hoy día solo 147 según datos de 2017). Estas mismas fuentes nos cuentan que hace el mismo tiempo otra población de Cádiz, sí esa que alguno ya imagina, contaba con 623 vecinos censados, actualizados a 446 en este mismo 2017. No puedo presumir de haber nacido en el pueblo más pequeño de Valladolid (os digo que a muchos os sorprendería la despoblación rural de Castilla) pero sí de haber escogido Villaluenga del Rosario, el pueblo no solo más pequeño de la provincia de Cádiz sino también el que se encuentra en mayor altitud, como rincón donde huir de todo lo que en esta vida da miedo: la rutina, el estrés, la aglomeración de gente, y sí, porque no decirlo también: los problemas cotidianos.

                Si para mí fue la gran panacea descubrir este enclave gaditano en plena Sierra de Grazalema puedo extender este sentimiento al resto de mi familia. Cada uno nos hicimos un hueco en lo que necesitábamos cubrir como personas aunque bueno, cierto, unos más que otros o mejor dicho cada uno a su manera. Mara encontró la relajación y desconexión que necesitaba siendo como ella se declara “florecilla de asfalto”. Rodrigo y Fernando, con su corta edad entonces: 9 y 6 años, un mundo por descubrir  y yo… yo encontré mi paraíso natural donde hacer todo lo que me gustaba.

                Desde el momento en que el azar de un curso de formación scout me llevó a la calle Trabajosa y, en complicidad con esos amigos que me dieron “posada” en esa ocasión, me empujó a arrastrar conmigo a toda mi familia  encontré en este espacio lo que después llegué a denominar mi castillo, mi rincón, mi pueblo. Durante más de ocho años ha sido la válvula de escape que ha servido igual para un roto que para un descosido; para reuniones, para celebraciones, para vivir momentos que se han quedado grabados en nuestra corteza cerebral. Hemos sentido tan nuestro este pueblo de Villaluenga que en el día a día que disfrutábamos de él puede presumir de haber sido testigo no solo de momentos maravillosos y dulces sino también de amargos tragos de los que soy proclive siempre a olvidar y es eso, precisamente, lo que me hace ver hasta qué punto me zambullí en su vida, en su idiosincrasia, en sus cuestas, en sus fiestas, en sus tradiciones, en su piedra como si fuese un fósil que se queda atrapado para seguir siendo testigo durante milenios.

                Con el objetivo de mi cámara puedo deciros que los miles de “momentos” que capturé durante estos años superan con creces los 30 mil; sí, un 3 con cuatro ceros. Cualquiera podría pensar en que es una exageración pero no; como fotógrafo soy adicto a captar sensaciones, vivencias, sentimientos, estados de ánimo porque siempre he pensado que cualquier momento, bueno o malo, merece ser recordado para repetir o no por las conveniencias que la vida nos pone por delante.

                No es la idea la de extenderme demasiado en este artículo porque aun necesitando folios y folios siempre me dejaría en el tintero tantos párrafos, tantas palabras…  que intentaré condensar todo en algunos momentos vividos por mí y mi familia en el día a día, mejor dicho: fin de semana a fin de semana.

                Siempre he sido de aquellos a los que les gusta el trato en las distancias cortas. Puedo decir que las expectativas en este punto se han cubierto sobradamente y con todas las generaciones de Villaluenga; que igual he tomado vinos con los que por los años se han ganado el derecho a “dar consejo” como cervezas entre risas con los que ya soy yo quien por edad me voy ganando ese “derecho”. No voy a destacar ningún nombre porque, como decía el otro, quedaría feo olvidar alguno pero sí que hay una familia que en cierta manera se ha convertido en mía, mi familia payoya, porque el trato ha ido más allá de la charla acomodada, de la convidada. Gente que nos abrió su casa desde el momento en que llegamos. Una familia que han servido tanto de hombro como de palmada. Ellos saben quién son y mucha gente seguro que también y como no es cuestión ni momento de hacer reconocimientos entre otras cosas porque sé que ellos son enemigos de esto, no diré más que una palabra: GRACIAS.

                La excepción de no nombrar a nadie me la saltaré con José Miguel. Siendo él igual de dado a que no le sacasen los colores con halagos me apetece, me veo en la obligación como padre, darle su puesto en estas líneas. Fernando; qué os voy a contar de Fernando mi hijo… pues él encontró en la sencilla persona de José Miguel un referente. Fue de los pocos que supieron tener la mano izquierda para que sus palabras apaciguasen y frenasen su espontaneo carácter de niño curioso y extrovertido. Él sabía lo que estaba haciendo y lo que significaba su figura en la alocada cabecita de ese niño. Mara y yo lo hablamos en alguna ocasión con él y por supuesto, en su línea, le quitó toda la importancia. Fernando se siente payoyo, diría casi que es payoyo porque él sí ha elegido esa opción que solo un niño puede elegir. Un momento importante en su vida fue su 1ª Comunión y aunque la catequesis la recibió en Valdelagrana, en la parroquia que nos corresponde, eligió Villaluenga para esta celebración. Lo tenía muy claro, le daba igual que no hubiese celebración posterior; él quería tomar esa 1ª comunión en su pueblo: Villaluenga. José Miguel solo sonreía orgulloso cuando Fernando le contaba esa decisión. Su “marcha” fue dolorosa para todos pero sobre todo para Fernando.

                 También ha habido despedidas de gente conocida y querida para nosotros durante estos años y por suerte hemos visto nacer otros cuantos niños que han mermado esas pérdidas. En ocho años los hemos visto crecer a muchos niños y a niños convertirse en hombres. Esa es la vida: un devenir de personas. Todas te marcan, unas para bien, otras para peor pero siempre he sido de quedarme con lo mejor y aprender de los errores y puedo asegurar que el tiempo me ha demostrado que el aparecer un día por azar en Villaluenga fue de todo menos un error.

                Voy terminando con un hasta luego porque realmente, a pesar que ahora tengamos que espaciar más nuestros encuentros, en ese rincón gaditano de la Sierra de Grazalema, en el punto más alto habitado de la geografía de esta provincia, seguiré diciendo: me voy al pueblo, porque lo siento como mío y su gente han hecho que así sea.

                Mi infancia transcurrió entre las calles asfaltadas de Valladolid y las de tierra y piedras de San Cebrián y Tordehumos, pero a día de hoy puedo decir que soy vecino villalonguense, payoyo no porque ese es un mérito y título que solo ellos me pueden dar.

PD. Como ya advertía el título: Me faltan palabras así que como ya se dice que una imagen vale más que mil palabras, hago coincidir este artículo de mi blog (ciertamente abandonado) con la publicación en Facebook del álbum de todo lo vivido por nosotros durante la Feria de Villaluenga. Os invito a verlo pinchando en el enlace para entender todo lo escrito.
https://www.facebook.com/pg/Fotol%C3%B3car-142728496132583/photos/?tab=album&album_id=521045464967549