Una de esas frases
hechas de toda la vida es aquella de “el destino es muy caprichoso”. Estas
palabras, escuchadas e incluso dichas tantas veces por todos nosotros, siempre
han dependido del contexto en el que nos encontrásemos para expresar favores o
desgracias que nos van llegando.
Este fin de
semana, el sábado, participé como voluntario y fotógrafo freelance en el II
Trail de Benamahoma. Mientras los participantes iban pasando y a la vez
“posando”, unos más espontáneos que otros para mí, me vino a la cabeza de qué
escribiría hoy; y es que conociendo la tremenda dureza, y a la altura en la que
estábamos de la prueba, con un tramo tan técnico, era sorprendente como veías
sonrisas que respondían en medio del sufrimiento y del dolor físico a nuestros
jaleos y ánimos para ellos.
No a mucha
distancia de allí, en Villaluenga, sé que había alguien que, por ese caprichoso
destino, sufría otro dolor más fuerte, más demoledor y más ingrato como es el
dolor del alma y del corazón roto. Un dolor que justo una semana antes era yo
el que, parado en la puerta de su casa mientras cargaba con el Nazareno,
recordaba en la memoria del tiempo a alguien igual de querido para mí. Habría
que añadir en estos casos cuán caprichoso y cruel es el destino a veces.
Aun así
quiero volver a la sonrisa, al guiño, a la mueca que alguien, hace ya muchos
años, me inculcó y me enseñó. Ese alguien era un maestro que tuve cuando solo
lucía mis inocentes ocho años: Don Manolo. Sí, porque entonces a los maestros
(no profesores o docentes que gusta utilizar hoy) se les trataba de usted como
muestra de respeto y admiración; porque ser maestro era realmente una vocación
y los alumnos veíamos un ejemplo a seguir en esa persona, no simplemente a
alguien que nos enseñaba.
La cuestión
es que Don Manolo, gallego con media vida en Valladolid, tenía un don: cual
flautista de Hamelin utilizaba la música, fuese la gaita, fuese la guitarra o
la armónica, como parte de su método de enseñar y educar a esos mozalbetes que
pasaban por sus manos. Y recuerdo que con esa edad murió mi abuela Ramona. Yo
que la quería como se quiere a las abuelas, las abuelas de antes que poseían la
magia de hacer que las quisieras por muchas veces que te arreasen con la zapatilla
o el bastón, con la que aprendí “las letras de la cartilla de Paláu”, cuando
llegué al colegio después de un par de días sin ir, me encontré con el abrazo
de aquel gran hombre y como sólo él sabía hacer, arrancó a golpe de raspeo a
las cuerdas de su guitarra, una sonrisa de este por aquel tiempo imberbe niño.
Ese día creo que fue cuando quise aprender a tocar instrumentos, y unos meses
después abrazaba mi primera guitarra que aún hoy continúa conmigo y de la que
ya hablé hace años en mi blog.
Con ese gesto
me enseñó algo que después, años más tarde, llevé a la práctica y era que un
corazón roto, un dolor inhumano muchas veces, es capaz de sobreponerse y sonreír
al viento, al cielo o al horizonte sobreponiéndose a lo peor.
Otra
historia me viene a la cabeza que le pasó a Don Bosco y que cuenta en su libro
“Historias del Oratorio” en la que un muchacho, huérfano él, que se ganaba la
vida de albañil y de lo que hiciera que se pudiera llevar un mendrugo a la
boca, un día el sacristán le cogió en la calle para que hiciese de monaguillo a
Don Bosco. El muchacho cuando le dijo a éste que no sabía, porque nunca pudo ir
a la escuela ni a nada que no fuese trabajar y sufrir, tuvo que aguantar en su
cabeza rapada los palos que le endiñó el antipático sacristán. Cuando el
sacerdote lo vio le llamó y le preguntó que qué sabía hacer y ante la respuesta
negativa del muchacho a todo, sólo sonrió cuando le cuestionó si sabía silbar;
y es que el muchacho, la única manera que tenía de alejar sus penas era esa, el
simple silbido.
En un mundo
en que para los ciudadanos de a pie nada parece que se nos ponga fácil como si
de una carrera de fondo se tratase, hemos de ser capaces de sonreír ante la
adversidad y cuando todo parezca que se tuerce, tararear aquella canción que
siempre nos hizo reunió o lanzar al viento nuestro silbido porque allá, en
alguna parte, alguien nos guiñará un ojo y nos dirá “ánimo, sigue avanzando en
tu camino que yo voy contigo”.
Recibid un
fraternal abrazo y un apretón de mano izquierda.
Juan J.
López Cartón.
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