lunes, 23 de marzo de 2015

LOS PAÑOS DE LAS VERÓNICAS


            Dice la tradición cristiana que de camino al calvario mientras cargaba con su cruz, soportando todo tipo de insultos e injurias, un gesto generoso de una mujer anónima quiso enjugar el rostro desencajado por el dolor y sangrado por la corona de espinas. En el paño quedó estampada la imagen de Jesús.

            Hacen falta “Verónicas” anónimas, aunque ser Verónica en este mundo en que vivimos suponga muchos riesgos y más consecuencias aún porque ese gesto se repite día a día en más ocasiones de las que creemos.

            Enjugar las lágrimas de otro supone tener empatía, mucho amor al prójimo y sobre todo una madurez que sepa valorar ese gesto que se está realizando; hacer las cosas porque salen del corazón significa todo eso. No quisiera confundir el gesto de la Verónica con el de el cirineo, ya que si bien este segundo fue el que sí se recoge en el Evangelio, al pensarlo en frio, prefiero ser Verónica antes que Simón de Cirene; porque Simón, aunque se le reconozca el valor de ayudar y acompañar a Jesús en su camino al Calvario y en muchas meditaciones se menciona el gesto como parte bondadosa y generosa, no fue un gesto generoso en sí ya que fueron los soldados los que obligaron a cargar con esa cruz que no era suya. Su gesto notorio, sin quitarle valor, tiene nombre y me gustaría reflejar en él la imagen del que hace las cosas por figurar, por obligación y por un reconocimiento e interés para que se sepa que actuó haciendo el bien; no porque lo sintió necesario. No así la Verónica.

            El gesto de ella, como ya he dicho fue anónimo, incluso podría ser inventado; no así el significado. La acción de ayudar, consolar, apoyar a alguien en momentos duros sin esperar ninguna recompensa es, por suerte, más común de lo que creemos. Cada vez que nos encontramos con alguien conocido y lo escuchamos: estamos siendo Verónica. Cada vez que apoyamos y damos lo mejor de nosotros a alguien: estamos siendo Verónica. Cada minuto que damos de nuestro tiempo para regalarlo a alguien, conocido o no: estamos siendo Verónica.

            Antes dije de los riesgos y consecuencias que tiene ser “Verónicas” en el mundo y es que darte al otro supone arrancar un trozo de tu propio corazón para entregarlo y rehacer el corazón roto del que te necesita. Surge una herida que por el amor que pusiste en la entrega cura rápidamente, pero queda la cicatriz. No hemos de tener miedo a que nuestro corazón esté lleno de cicatrices porque cada una de ellas, lo que hace, es cubrir otra que en su día se cerró por alguien que curó tu propio corazón. La empatía es necesaria para eso, porque es importante saber ponerse en el lugar del otro para ser generoso en la entrega, si solo existe generosidad sin empatía, nos limitamos a dar un consejo de libro y quedarnos tan tranquilos, mientras que la empatía es la fuerza que hace que sepas que una herida ajena se cura con una herida propia, una cicatriz ajena se cubre con una cicatriz propia: esa empatía sería sinónimo de amor.

            Y al limpiar su sangre, el rostro quedó estampado en el paño. Esa es la principal consecuencia de ser Verónica: El rostro, la vida del otro, queda reflejada en nuestra vida. Siempre que hablo de lo que nos enriquecemos con los demás, sin necesidad de pensar igual, es un poco ese paño de la Verónica. Cada vez que hacemos, convivimos, hablamos e interactuamos con alguien, su vida queda estampada en la nuestra. Nos enriquece y nos complementa. Nos forma en la persona que somos. Esa es la consecuencia de ser “Verónicas”: un enriquecimiento para escoger nuestro camino personal y recorrerlo paso a paso.

            En ocasiones esa consecuencia es el dolor. El dolor producido cuando quieres enjugar un rostro y la persona a la que intentas ayudar te mira y vuelve la cara. Hay gente que no acepta ser cuidado, ser acunado, sino que cuando le muestras tu paño, tu corazón, aceptan ese trozo del que antes hablaba para curar sus propias cicatrices y de inmediato cuando crees que tu cicatriz curará la suya,  te vuelve la cara y te cambia por un cirineo, que será el que quede públicamente en su vida como quien le ayudó a llevar aquella cruz fuera del todo del anonimato, pero que soltará esa misma cruz al llegar al calvario. El dolor no es por el hecho de haber roto un trozo de tu propio corazón, sino porque al volverte la cara la persona, con ese gesto, está haciéndote culpable de que no has estado a la altura de ser Verónica. Las “Verónicas” no reprochan, pero a veces a cambio reciben el efecto contrario: la culpabilidad y el rechazo, algo que también se tiene que tener asumido.

            Nuestras vidas deben ser “paños de Verónicas”, saber estar anónimamente cuando es necesario allí donde tengamos que enjugar un rostro, una vida, aun sabiendo, conociendo y aceptando esos riesgos y esas consecuencias. No seamos cirineos solo para que nuestro nombre se grabe en la historia del prójimo.

            Recibid un fraternal abrazo y un apretón de mano izquierda.

            Juan J. López Cartón

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