domingo, 21 de diciembre de 2014

HABÍA UNA VEZ...



            Cuando se acerca la Navidad, la televisión nos avasalla con el falso espíritu de la navidad en forma de películas y cuentos navideños que, no negando que tienen su encanto para los que nos sentamos un rato delante de la caja tonta, no dejan de buscar un objetivo tan simple como aumentar su audiencia.

            Hoy voy a tirar por otros derroteros y pasando de tópicos os quiero contar un cuento, pero no un cuento de Navidad, simplemente un cuento, que como todos ellos tiene su parte de realidad y cierta moraleja que cada uno ha de descubrir, porque en eso pienso que la misma lección tiene distinta lectura dependiendo de quién esté al otro lado de los renglones. Pero como iba diciendo:
Había una vez…

            No hace mucho tiempo, en un lugar cercano, tan cercano como la vuelta de la esquina, había un planeta llamado tierra. Decían, contaban de aquel lugar, que estaba repleto de una especie animal a la que denominaban humano. En un principio el humano era uno más en aquel planeta, pero con el tiempo fue ganando espacio hasta constituirse en el dueño de todo. Puso nombre al resto de animales no solo por reconocerlos, sino también para dominarlos y someterlos a su yugo. Actuó igual con el resto de seres vivos, siempre pensando en su beneficio y en su propia complacencia. Además, no satisfechos con eso, marcaron territorios a los que también le pusieron nombre, aumentando las distancias de todo lo que estaba “a un paso”, creando distancias inexistentes por el simple hecho de crear fronteras y barreras. No contentos con ello, además, con las fronteras crearon razas, religiones, tradiciones…

            Los humanos subieron a la montaña más alta, desde la que se divisaba toda su obra y aun satisfechos de lo que vieron, quisieron más… No les bastaba con dominar los animales, las plantas, los continentes; querían también dominar y controlar el avance en aquel su planeta, en la tierra.

            Convocaron para tal fin a los mayores sabios humanos. Llegaron de todos los rincones del planeta. En un puñado de seres se juntaron todas las razas, religiones y tradiciones para discernir la manera de hacerse dueños del preciado y desconocido tesoro.

            Los dueños del planeta les encerraron en un cónclave donde debatieron, discutieron, incluso pelearon cada uno por llevar la razón en sus propuestas de cómo dominar lo indómito. Propusieron mil formas de hacer que todo, a pesar de las decisiones de los hombres, no cambiase. Que todo fuese perdurable tal como lo planteaba el humano, porque sin querer, sin saber por qué, las cosas cambiaban sin ninguna explicación; evolucionaban y se transformaban sin el control de aquel que lo creó tal cual lo concibió. Ninguno de los sabios era capaz de explicar estos cambios, qué era lo que hacía que se escapase del control de sus creadores. Durante semanas estuvieron encerrados intentando descubrir y explicar los motivos por los que todo aquello ocurría.

            Hartos del encierro, pidieron permiso para despejarse y aclarar sus ideas dando un paseo por los jardines que rodeaban la torre del cónclave. En ese paseo, mientras seguían discutiendo y departiendo cada uno sus argumentos, a todos les llamó la atención algo…

            Ajeno a todo, ignorando al grupo de “insignes” personajes que se acercaban a él, un niño hablaba solo, o al menos eso parecía, mientras jugaba con pequeñas piedrecitas chocándolas. Era un niño como otro cualquiera; es más, podría haber sido cualquier niño, sin embargo, sin saber porqué sí ni porque no, atrajo la atención de todos los sabios. Le rodearon con tremenda curiosidad mientras él, absorto en su retahíla de frases sin sentido y en su juego de golpear piedrecitas, hacía caso omiso del corro que se estaba formando en torno a él.

            Después de hacerse el silencio dejando las discusiones entre ellos y tras un rato no haciendo otra cosa que observar al niño que seguía ignorándolos uno de ellos rompió la calma levantando la voz:
            - ¡Eh, tú, niño!
            El silencio continuó unos segundos más ante la falta de respuesta del pequeño y otro, con voz enojada por falta de reacción volvió a decirle, casi gritándole:
            -¡¡Niño, no ves que te están hablando, muestra educación a los mayores y presta atención cuando te hablen!!
            El niño, sin mostrar sorpresa ni susto ante las palabras intimidatorias de quien le hablaba, levantó la mirada sin dirigirla a nadie concreto y musitó con voz dulce:
            -Perdón señores, no me di cuenta que me hablaban a mí. Díganme, qué desean.

            De repente al escuchar la voz del niño, sin ninguna explicación posible, todos sintieron un escalofrío que les recorrió el cuerpo, y ese escalofrío se transformó en pavor al darse cuenta que a su mente empezaron a llegar como a borbotones miles de respuestas que aun siendo sabios, nunca tuvieron. Sintieron aclararse sus dudas en todas las cuestiones existenciales, divinas, humanas, mundanas… menos una: la cuestión que a todos les había reunido allí, y lo más sorprendente: eran conscientes de ello.

            -Habéis llegado hasta aquí de todos los rincones del mundo porque os han convocado para que solucionéis un enigma. Habéis roto la tranquilidad de mi juego que no os molestaba por el simple hecho de creeros más sabios que yo, porque solo soy un niño y os ha aterrado el descubrir cómo os he dado respuesta a todas vuestras dudas con solo levantar mis ojos y abrir mis labios. Tenéis miedo, lo sé, y no deberíais porque realmente las respuestas estaban en vuestras cabezas. Con mi voz solo hice que enseñaros el camino de dónde tenías las respuestas escondidas. Y ahora decidme, ¿qué es lo que realmente queréis, porqué estáis aquí?

            Con el miedo en el cuerpo por lo que el niño les había hecho sentir, sorprendidos, incluso aterrorizados al descubrir las dudas que habían encontrado respuestas, con voz temblorosa le habló el que antes lo había hecho con cajas destempladas:
            -Sabemos que no es necesario que te digamos porqué estamos aquí. Tenemos la certeza que tú ya sabes qué es lo que nos ha traído desde todos los rincones del planeta hasta este punto. Nos has abierto las mentes y respondido las dudas que teníamos cada uno. No obstante, ya que nos lo preguntas: ¿porqué el hombre puede dominar todo el planeta, porqué puede hacer y deshacer a su antojo la historia y sin embargo no es capaz de dominar su avance, de controlar el tiempo?

            El niño de nuevo centrado en su juego, golpeando las piedrecitas entre sí, empezó a hablar sin levantar la mirada: -Hace mucho, en el principio de los tiempos, el hombre se hizo dueño de todo sin pedir opinión a nadie. No preguntaron a los animales si querían servirles, no preguntaron a los árboles si querían darles sombra, no preguntaron al mar y a los ríos si quería refrescarles y darles alimento, no preguntaron a la tierra si quería dividirse y dar frutos para ellos, ni siquiera fueron capaces de preguntarse a sí mismo si querían ser diferentes; simplemente tomaron, hicieron y deshicieron a su antojo. No fueron conscientes que aquella roca gigantesca que dividieron para formar los continentes podría llegar a convertirse en estas piedrecitas con las que ahora juego, no se dieron cuenta que dividiendo los pensamientos, las razas y las costumbres llegarían a tener que volver a juntarlas como han hecho aquí para resolver un problema que no existe, porque el mismo hombre lo creó. Al someter las cosas, al dividir, enriqueció en variedad el planeta, pero esa división en vez de enriquecer al hombre lo distanció y una vez más ha tenido que unirlo en vosotros para buscar la respuesta a una pregunta que no existe.

            El tiempo no es la pregunta, porque es indómito, no se puede ni detener ni recuperar, sin embargo si el hombre es capaz de utilizarlo, no someterlo, adecuadamente, se dará cuenta que las distancias se acortan, que los continentes se vuelven a unir, que el hielo no peleará con el sol para no desaparecer, que los ríos y los mares no se secarán y, sobre todo, que los hombres en vez de distanciarse por culpa de las obras y acciones del mismo hombre, pueden convivir y aprovechar la riqueza de las razas, las religiones, las costumbres que ellos mismos crearon.

            Volved cada uno a vuestra tierra como si fueseis estas piedrecitas que sin afán de volverse a constituir como un nuevo continente son capaces de dar la felicidad a un simple niño; y recordad que las respuestas solo las tiene quien crea la pregunta, y las preguntas, desde el principio de los tiempos, fue el propio hombre quien las hizo.

            Recibid un fraternal abrazo y un apretón de mano izquierda.

            Juan J. López Cartón.

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