miércoles, 5 de agosto de 2015

MARILUZ: SACRIFICIO Y CORAJE


            Cuando se nos pide que definamos con pocas palabras algo que valoramos en gran medida, hemos de buscar adjetivos muy concretos que compriman definiciones y conceptos para los que a veces necesitaríamos páginas y páginas para lograr plasmar lo que queremos.
         Cuando además tenemos que pensar alguien concreto que encarne esa palabra, lo habitual es que a la cabeza nos venga la imagen de más de una persona que hacen honor a esos adjetivos o a esas definiciones.
         Estoy seguro que cuando la palabra en cuestión a definir es AMOR, a todos se nos reduce considerablemente el número de personas que merezcan esos calificativos; desde luego en mi caso así es. Por supuesto que no me refiero a pensar en alguien Global, sino alguien concreto que además influya o haya influido directamente en nuestra vida.
         Tengo claro que si a mí se me hiciese esa pregunta y que lo que tuviese que retratar fuese el AMOR, las palabras que lo definirían serían las que encabezan estas líneas y la persona que lo encarnaría sería esa mujer que las acompaña a la que le debo no mucho, sino todo: mi madre.
         En su casa siempre fue “la pequeña”. Era la más joven de los cinco hijos de Emilio y Ramona. Nació un año después que empezase la “guerra fratricida” que dividió España en dos. Vivió la despedida de alguno de sus tíos a tierras mexicanas huyendo entre otras cosas de lo que realmente nadie quería: una guerra. Sí, fue una niña de la “postguerra”, sin embargo jamás la he oído contar nada de aquella época tal vez porque en realidad, en aquella España rural, se ha contado la historia como convino a los supuestos vencedores o a los supuestos vencidos, aunque aquel pasaje, en mi humilde opinión, todos perdieron y perdimos y sólo sirvió para demostrar lo que siempre fue este país: un continuo discurso de que mis ideas son las mejores.
         Daré un salto en el tiempo porque ni soy dueño de lo que ella vivió ni estoy en la posición de contar lo que no conocí, sino que serían opiniones propias que no vienen a cuento…
         En la juventud, como cualquier joven, conoció a Hilario y tras un noviazgo no exento de sorpresas para mi padre por aquello de que alguien de otro pueblo se venga a “llevar” a una moza del pueblo no sentaba muy bien en aquella Castilla de los años 60. Cuando contaba con veintisiete años se casó con el que ha sido el hombre de su vida. Además de su marido, sobre todas las cosas, fue su compañero y parte de un tándem que duró menos de lo que ella deseaba cuando a punto de cumplir los cuarenta años de matrimonio una madrugada le sorprendió llevándose inesperadamente al que tantos tragos, buenos y malos, había tomado a medias con ella.
         Se sacrificó en todo lo que fue necesario porque su marido fuese feliz y si bien empezaron su vida en común “con una mano adelante y otra detrás” su unión y sobre todo su AMOR hizo que desde criar a biberón una camada de cerdos a llevar la comida “las tierras” mientras mi padre segaba o trabajaba en el las labores del campo, fuese más llevadera esa soledad en San Cebrián, separada de su pueblo, que tantas veces sufrió sólo atenuada por la compañía de Eulalia, la vecina.
En San Cebrián nacieron cuatro de sus hijos, y ese cuarto hijo fue tal vez el que hizo que toda su vida diese un giro de 180º y mostrase más si cabe ese coraje y ese sacrificio que solo una madre puede alcanzar; porque Dios lo quiso o más bien porque el médico que atendió el parto no hizo bien su trabajo, y provocó daños en el recién nacido que convirtieron los siguientes años en un calvario encarnados entre la soledad de una pensión del barrio de El Pilar madrileño y el hospital de La Paz.
Aun con la que se les vino encima, por el tiempo en que vivían y porque “los hijos los mandaba Dios”, poco más de un año después nació el pequeño de la casa, ya viviendo en Valladolid. Las ausencias continuadas para las operaciones y cuidados en Madrid de este que les escribe, con la necesidad de ingresos para todo lo que suponía pagar una letra de un piso y mantener los gastos de la pensión y de todo lo demás, Hilario se tuvo que ir a trabajar fuera, con lo que los otros cuatro hijos no podían quedar desamparados y como “Dios aprieta pero no ahoga”, los dos mayores tuvieron que entrar internos en el colegio de los Maristas de Valladolid, pero el tercero y el quinto de los hijos eran demasiado pequeños, uno con tres años y el otro con apenas uno, y no había solución para ellos… hasta que apareció un ángel de la guarda en la persona de D. Orencio, y aunque era duro, consiguió que les admitiesen en la casa cuna, algo muy cruel pensado fríamente, pero única salida ante una decisión que no podía ser de otra manera.
En resumen… una familia “fracturada”. Con el padre trabajando a destajo en todo lo que podía de lunes a viernes y llevando la labranza que mantenía en el pueblo los fines de semana, los dos hijos mayores internos en un  colegio y otros dos hijos en la casa cuna mientras ella sufría en soledad entre la habitación de la pensión y la vitrina de la sala de espera de la UCI pediátrica del hospital de la Paz en Madrid, Mariluz se aferraba a sus creencias y a sus convicciones de un Dios Padre que no la abandonaría y le daría fuerzas para llevarlo todo para adelante. Casi tres años duró esta situación hasta que los médico dieron el alta al pequeño con la obligación de asistir, primero cada seis meses y después cada año, a revisiones periódicas.
Y ya todos juntos, en el barrio de La Rondilla en Valladolid, comenzaría una nueva etapa, sobre todo de trabajo y educación hacia sus hijos. En esos años también se sumaría a la familia la abuela Ramona, su madre, que aunque también estaba a veces en el pueblo donde más a gusto se encontraba era en casa de “la pequeña”. Hilario consiguió colocarse en una fábrica y ya terminaron los viajes y las búsquedas continuas de trabajo, centrándose entre la fábrica y la labranza los fines de semana; por su parte Mariluz además de llevar la casa y a nuestra educación, porque la educación era más cosa de la madre, las mañanas, mientras nosotros estábamos en el colegio ella trabajaba limpiando casas, oficinas o lo que se terciase, con tal de llevar un duro a casa para llegar a fin de mes.
Por supuesto que los sobresaltos eran algo habitual; cómo no teniendo cinco hijos y como ella siempre expresa: “tengo cinco dedos igual que tengo cinco hijos, si ningún dedo es igual, lo mismo ocurre con los hijos”. La educación fue firme, a los cinco les enseñó que había que echar una mano en casa y les enseñó a todo lo que se puede enseñar para ser independientes, y en eso Mariluz no era en nada machista, así que lo mismo aprendimos a freír una camisa que a planchar un huevo… o era al revés, jajaja. La cuestión es que así fue y a todos nos mostró con el ejemplo que hay que ir asumiendo responsabilidades, cada uno la suya conforme a la edad, y para hacerle más liviana la carga y la economía iba a “La Marquesina” a comprar la fruta, y si había fruta “picada” cargaba para preparar todo tipo de confituras y dulces, y si había huevos “cascados” compraba un cartón entero para poder hacer flanes y natillas sin que se echasen a perder. Las sopas de ajo eran entonces comida de andar por casa, no como ahora que lo presentan como delicatesen en las cartas de los restaurantes. Se comía lo que había, y si un día se podía hacer un extra, era a base de mucho esfuerzo. No recuerdo tener que tirar comida porque siempre había un plato para poder aprovechar las sobras…
Mariluz trabajó mientras sus fuerzas se lo permitieron y lo dejó de hacer a medida que nosotros nos fuimos independizando y formando nuestras familias, siempre con ella y con Hilario como espejos donde mirarnos.
Cuando ya parecía que llegaba la tranquilidad de la jubilación de mi padre, con todos nosotros casados ya y con nietos, le sorprendió el momento más doloroso de su vida. Mi padre, su marido, su compañero, la soga de su caldero para sacar agua del pozo de su vida, murió de un infarto fulminante; de eso hace ahora diez años.
Desde entonces ha sabido sobreponerse al dolor sin dejar de hablar con él un solo día, pero esa fuerza, ese coraje, han hecho que aprenda a ver que la vida sigue. Ahora es momento de disfrutar y aunque alguna espina tiene clavada, lo hace lo mejor que puede, rodeada de sus hijos y nietos, unos más cerca y otros más lejos, pero siempre sobreponiéndose a los achaques y dolores que una vida de trabajo y sacrificio por su marido y por sus hijos le han dejado como cicatriz que lleva con todo el AMOR del mundo.
Con todo el AMOR de un hijo…

Juan J. López Cartón.

lunes, 20 de julio de 2015

YO CONFIESO: SOY UN ROPASUELTA


            <<¿Quién es más ciego, el que vive en la oscuridad o el que viendo lo que le rodea niega que sea la realidad?>>

            El hombre, desde que es tal o al menos dice serlo, clasifica todo lo que le pasa por delante de la mirada. Clasifica los animales por fisionomía, especies, hábitats… Clasifica los vegetales por origen, forma y yo que sé cuántas posibilidades… y así con todo lo que se nos ha cruzado a lo largo de la historia. Con su propia especie, la humana, no iba a ser menos.

            Históricamente las diferencias las marcaban el color de la piel, la religión, el estatus y poco más pero, como lo que nos gusta es complicarnos la vida, hemos ido buscando e inventándonos otros escalafones con tal de dar la nota y por lo visto y  observado en los últimos tiempos, una de esas clasificaciones se fundamenta en meter las narices en el fondo de armario que nos gastamos.

            Jamás he sido de meterme en ningún armario ajeno, ni tampoco de salir, pero dudo de la pulcritud y la homogeneidad de ninguno de ellos. Como ya advierto que no soy de investigar ni diseños, tallas o marcas ajenas que no me incumben, voy a limitarme al único armario que conozco bien y al único que la vida y la sensatez me dan permiso a asomarme: mi armario.

            Me gusta el orden y al correr las puertas, porque las mías no tienen bisagras, veo ese orden y acomodo en mis prendas. Encuentro media docena de trajes, colocados en sus perchas correspondientes, con otra diferente de la que cuelgan un montón de corbatas. Si me quedase ahí y no siguiese mirando sería el hombre más necio que ha parido madre, porque tendría que pensar en que me paso la vida enfundado en un traje y ajustado en una corbata, pero como ni soy necio ni gilipollas, sigo observando y me encuentro con todo tipo de prendas en los distintos cajones y resto de perchas.

            Sinceramente, la ropa que más utilizo y con la que me siento más cómodo es la que habita en el resto de cajones y perchas. Ropa con colores, estampados, cuadros; pantalones con distinta altura de perneras, camisetas con mangas y sin ellas…

            Para alguien como yo que trabaja de cara al público y debe guardar cierto recato y ortodoxia a la hora de vestir, no supone ningún problema saber ser y saber estar en frente de quien en cierta manera te viene a “pedir”. En mi labor diaria se puede cometer un gran error: creérselo. Creerse creador y destructor a la vez de la vida en forma de prestación o subsidio, para lo que se necesita cierta apariencia de todopoderoso. Resulta que por mucha chaqueta, corbata o “maqueo”, seguiría siendo el mismo capullo que quitó la paga o el mismo santo que la dio; al igual que atendiendo con un vaquero, una camiseta y sobre todo una sonrisa porque la vida, que no la gente lo creamos o no, no distingue de apariencias a la hora de dar o quitar lo que corresponde a cada uno.

            Cierto es también que, si bien “el hábito no hace al monje”, es necesario saber estar de la manera correcta e incluso a veces aparentar lo que no se es. Eso no llevaría a ningún desacuerdo con nadie siempre que lo que cuenta; la persona que hay debajo de los paños y costuras, siga siendo la misma que cuando se encuentra como Dios le trajo al mundo.

            La cuestión es que como decía unos párrafos más arriba, con la ropa que me siento cómodo es la considerada más inadecuada para mucha gente, y ¿sabéis lo que os digo?: Me la pela. Sí, así como suena, me importa un bledo lo que la gente pueda pensar de un cuarentón con ropa de indignado, incluso de macarra de discoteca.

            Por lo visto, ahora que está tan de moda inventarse vocablos, se ha acuñado un nuevo término para lo que se ha dado en llamar indignados, perroflautas, chuteros y mil palabras más, pero me voy a quedar con una: ROPASUELTA. Me resulta simpática la palabra. El trasfondo que le han querido dar hace que me guste, incluso es más, yo; le joda a quien le joda, le escueza a quien le escueza, gente de ver siempre los toros desde la barrera para criticar al torero sin tener ni puta idea de toros, lo confieso. SOY UN JODIDO ROPASUELTA.

            Antes de entrar en la definición del término y a mostraros porqué yo soy un ropasuelta me gustaría puntualizar que curiosamente quienes han ideado estas perlas para el diccionario casualmente es gente, y lo digo sin reparo, de derechas. Muchos de ellos ultracatólicos-apostólicos-romanos (ya entraremos en ese término en otra ocasión), que se pasan la vida sin aceptarse a sí mismo y queriendo aparentar que se lo creen. Gente que por ideología no tienen el valor de criticar lo que está haciendo mal por el simple hecho de no mancillar a los que pertenecen a sus siglas y siglos (decimonónicos vestidos de modernidad). Gente que esconde sus miserias debajo de una apariencia porque sí que piensan que el hábito hace al monje. Gente que critica solo a los demás porque lo suyo, aun sin ser perfecto, no se puede permitir mostrar la roña y la pus que esconden bajo un maravilloso aspecto exterior.

            ROPASUELTA: “Grupo o colectivo que no tienen decoro en el vestir, con mal gusto al combinar colores y estilos en cuyos armarios toda su ropa tiene apariencia de trapos con poco gusto”.  Dejando de lado el espacio que ocupan los trajes que mancillan mi imagen, y tal vez por mi daltonismo congénito, lo reconozco: mucha de mi ropa es de mercadillo, de temporadas pasadas incluso tengo la poca vergüenza de poseer ropa heredada de otras personas que ya no la utilizan; todo un desagravio en el arte y los cánones del buen vestir.

            “Dícese de ropasuelta el que no acata ningún poder ni ninguna norma”. Cierto, yo no acato ningún poder ni norma de alguien que se sienta superior y que aplique su estatus humillando, engañando ni traicionando a nadie. En este punto de la definición discrepo (el ser de izquierdas es lo que tiene, que me puedo permitir discrepar), ya que sí acato a quien va de frente, a quien me quiere por como soy, no por como aparento ser, a quien no utiliza mi imagen y mis ideas para aparentar en su propio beneficio que se rodea de todo tipo de gente.

            “Los ropasuelta son ateos y laicistas”. Por supuesto que somos ateos de un dios que nos quieren fabricar a la medida de quien interesa. Algunos ropasuelta creemos en Dios: un Padre que no juzga; un Padre que ama. No creemos en una religión que habla de amor al prójimo excluyendo y machacando al mismo porque sus vidas no están en su misma sintonía. Somos ateos de un dios y de una iglesia de barro que cierra los ojos ante los delitos de sus propios miembros. Que cuando alguien ataca o viola toma medidas como cambiarle de “sitio” para que pueda seguir con sus tropelías, cuando el único sitio en el que deberían estar es en la cárcel, junto con el resto de delincuentes. Somos ateos de un dios y una iglesia que vive en la opulencia, que hablan de la pobreza con gafas de sol para no deslumbrarse con el oro y los oropeles que habitan en sus templos. Somos laicistas porque el hombre es libre de ser y creer en lo que quiera sin que nadie le imponga creencias religiosas en ámbitos ajenos a la religión. Muchos ropasuelta somos seguidores de un Loco que se atrevió a criticar y a sacar los colores a su propia religión judía, por la que fue condenado y murió. Somos seguidores de un Maestro que se acercaba y amaba, que trataba por igual a los homosexuales, putas, pecadores e incluso se permitió tener entre sus amigos más cercanos a un traidor.


            En resumen: SOY UN ROPASUELTA porque soy libre, porque amo sin prejuicios, porque no voy encorsetado y no necesito ir con un palo metido en el culo para aparentar lo que no soy. Soy un ropasuelta porque si algo es bueno y puede mejorar al mundo, lo reconozco aunque la idea nazca del que piensa distinto a mí. Soy un ropasuelta porque el dios que me quieren imponer no es el mismo Dios que me ama porque es mi Padre. Soy un ropasuelta porque me fijo y sigo a un hombre que fue Ropasuelta en el momento en que le tocó vivir. Soy ropasuelta porque cuando me acerco a alguien no lo hago por interés; porque cuando invito y abro mi casa a alguien lo hago de corazón y con todas las de la ley ofreciendo lo poco que hay, no para que se me vea bien acompañado, sin dejar que nadie entre en mi morada que digo compartir y egoístamente protejo. Soy ropasuelta porque aun cuando abro mi casa a alguien y veo que me equivoqué no les echo el muerto a otros para que mi castillo se vea impoluto. Soy ropasuelta porque me educaron en la humildad de no pretender aparentar perteneciendo a mil siglas y colores, sino ser fiel a una sola, porque “el que mucho abarca poco aprieta”. Sí, por todo esto y mucho más y que no tengo necesidad de explicar… SOY UN ROPASUELTA.

               Un saludo y apretón de mano izquierda.

               Juan J. López Cartón


martes, 30 de junio de 2015

SABOR ROMERO...


El día 21 de este mes fue la romería de la Divina Pastora en Villaluenga. Vivimos y sentimos el día en un ambiente de amigos, y de buen ambiente. En las casas cuando se quiere celebrar un acontecimiento especial con la madre, los hijos nos juntamos a su alrededor para acompañarla sin necesidad de mencionar a nadie, porque sabemos que todos los que se juntan en esa reunión tienen algo en común. Disfrutamos del coro rociero Agua Nueva que hicieron de la eucaristía un momento especial porque ya sabemos que quien canta, ora dos veces...

Así fue como después de la celebración nos juntamos para comer al rededor de la carreta de la Divina Pastora y cantamos por Ella y con Ella. Gracias a todos los que nos juntamos sin ninguna pretensión ni intención de aparentar aun convirtiéndonos por momentos en el centro de la romería por ser el rincón de la Mata Ruiz en el que más se respiró un auténtico sentimiento y sabor romero juntándonos en ese círculo gente de todos los signos con un fin común: pasar el día y compartir momentos y vivencias.

Padre Nuestro


Comunión



Salve Rociera


Sevillanas de la Sierra


Después, mientras comimos y con el cafelito, se hizo el corro y echamos otro rato ...









lunes, 22 de junio de 2015

REGALOS DE LA VIDA: EL AMOR



            Dice el saber popular que “el amor mueve montañas”. Esta expresión hiperbólica, lejos de la realidad, refleja hasta dónde se puede llegar por amor y lo que por amor se puede llegar a ser capaz.

            El amor; ese etéreo sentimiento capaz de hacerse tan palpable y físico como para crear y para destruir a las personas. Ese “quiero y no puedo” que se convierte en “puedo porque lo quiero”. Esa venda que se nos pone en los ojos cuando vemos estando ciegos. Esa droga que engancha, ese gas que puede asfixiar y del que siempre buscamos abrir la espita.

            Tal vez sea el tema más recurrente a lo largo de la historia del hombre. Ha marcado todo tipo de tendencias y de épocas en los distintos artes. Ha sido musa para obras de literatura y melodías musicales; y dama negra con guillotina en muchas ocasiones. A pesar de estar representado por dioses masculinos en la antigüedad con el tiempo se ha feminizado su imagen.

            Si bien los escépticos manifiestan que lo que no se puede tocar no existe, no así con el amor. Tal vez sea el único de los sentimientos que se une y entrelaza con los sentidos; el más carnal de todos ellos. El más creador y el más destructor no solo de personas, sino de todo lo que podamos imaginar: casas, ciudades, países… y planetas, ¿quién se atrevería a decir que no?

            Madre y padre del pecado capital de la lujuria, y de otros pecados no menos capitales que cualquiera en su cabeza pueda imaginar, porque el amor es también imaginación, fantasía y sueños en brazos de Morfeo o quién sabe si en los de Hades.

            Paloma unas veces, corazón otras, cisnes entrelazando sus cuellos, dedos índice y pulgar arqueándose y uniendo sus yemas… hay cientos de manifestaciones gráficas del amor. Sin embargo yo me quedaré siempre con una; la más sencilla, la más carnal, la más pura y a veces la más traidora: el beso.

            Voluble y versátil el amor; igual se siente por otra persona, sea o no del mismo sexo como por un compañero de fatigas, un amigo de dos, cuatro o hasta cien patas… Incluso se dan casos de un amor hacia uno mismo que pasa del natural amor propio al más propio de los sentimientos ególatras.

            Desde el amor más arcano, por la propia supervivencia, se ha ido llegando al amor más mundano, el del propio bienestar. Sin embargo el original es el que nos ha permitido llegar hasta nuestros días, porque por encima de todo, en su versatilidad, siempre ha primado la conservación. El instinto nos transmite  la suficiente carga hormonal que hace que el amor sea un redundante origen del principio.

            Dicen que cuando uno se enamora se le nota en la cara, y es que la transformación que se alcanza cuando Cupido o Eros lanzan su hechizo, su bebedizo, va más allá de la simple apariencia. La cara no es más que el espejo de lo que nos sucede en cada fibra de nuestro cuerpo, en cada neurona de nuestro cerebro. La transformación real no es lo que ven los demás; la metamorfosis se produce en el interior de la persona, que es donde realmente solo puede llegar a ver quien corresponde a ese amor.

            Conforme escribo puede parecer que a la vez que veo lo loable del amor intento buscar lo malo. Hay una cara oscura que no se debe callar, porque tan real es un amor como otro; tan transformador, tan repleto de sensaciones, tan abrumador, tan maravilloso, tan… letal.

            Cada uno de nosotros optamos en algún momento por alguno de todos estos amores, y aunque no nos demos cuenta enmascaramos, disfrazamos sin ser muchas veces conscientes de ello, un sentimiento que como primario que es busca el bienestar y la supervivencia de uno mismo y de todo lo que nos rodea.

            Sin duda, para mí, los dos amores más grandes conocidos son el amor de una madre y el amor a la vida. Amor a la vida que se encarna en otra persona que hace que esa vida sea plena.

            Un abrazo y apretón de mano izquierda.

            Juan J. López Cartón.

lunes, 15 de junio de 2015

AMISTAD CON BURKA



            Desde hace varias semanas andan las aguas revueltas. Varios episodios ocurridos de un tiempo para acá han hecho que mi tranquilidad, mi serenidad se tambaleasen… y mucho. Lo confieso yo, pero parece ser que ha sido demasiado evidente porque mucha gente lo ha notado… será por esa “mala” costumbre que tengo de ser transparente.

            Diversos “estados” de facebook y artículos de este mi Blog “Ultreya” que ya sabéis que se presenta como --Cajón "desastre" de historias, vivencias, sensaciones y reflexiones de una vida aún en evolución, la mía--, han transmitido mi malestar o mejor dicho: mi mal-sentir. Me consta que lo han transmitido porque, como decía antes, ha habido gente que se ha percatado de ello y, obras de los hombres y no de Dios, ahí es donde he descubierto cosas muy importantes que han hecho que tome la decisión de empezar de cero en varios aspectos; como decía en uno de esos estados de mi facebook en el que mencionaba la frase rehecha de Nietzsche “Lo que no te mata te hace más fuerte”.

            Como digo, he descubierto qué gente es la que me ha preguntado que qué me ocurría y quién no lo ha hecho. Mucha de esta gente hizo simplemente una pregunta: “¿qué te pasa Juan?, parece que últimamente andas revuelto”; otros con más confianza han servido de hombro conocido ya de otros momentos a los que he abierto como siempre mi corazón. Desgraciadamente, o más bien la vida me ha vuelto a demostrar, ha habido hombros que se ofrecieron, incluso que por momentos parecieron paño de lágrimas, que en el momento que realmente ha hecho falta se han retirado convenientemente, incluso con una llamada telefónica pendiente que jamás llegué a recibir.

            He expresado claramente en innumerables ocasiones que para mí la Amistad y el Respeto están por encima de creencias, religiones, opciones sexuales. Que como cristiano convencido, aunque más de uno en su exacerbado y talibán criterio no crean que lo soy, como seguidor y discípulo de Jesús de Nazaret mi obligación es aceptar a todos como son: a la puta como puta, al homosexual como homosexual, a quien aborta como alguien que sufre por una decisión de la que solo ella conoce el fondo: ¿Quién soy yo para juzgar? (fíjate, esta misma frase la dijo un día el Papa Francisco cuando le preguntaron, qué casualidad…).

            Otra observación: ¿Sabéis quién preguntó? Os lo voy a decir porque me da la gana. La mayoría de los que se han interesado por mí han sido gente que ni le va ni le viene mi vida pero se preocupa por los demás, algunos de ellos gente  despreciada por muchos que se consideran “buenos cristianos”. Aquellos que disfrazan su cristianismo con golpes en el pecho y que se lamentan de la desgracia ajena mirándolo desde la barrera. Los que se quedan con el titular y no buscan el origen y el desarrollo de la noticia, los que aquello de “a Dios rogando y con el mazo dando” piensan que el mazo al que se refiere el refrán es para golpear, no para trabajar. Queda muy bien eso de meterse en el barro, pero no es lo mismo hacerlo quitándose las sandalias y metiendose hasta el cuello que poniéndose unas botas de pescador hasta el pecho para no pringarse lo más mínimo. Por supuesto que otros de los que se han interesado, incluso preocupado, son cristianos de los de arremangarse cuando hace falta echar mano a las redes y que curiosamente también son de los que han sido “apartados” del rebaño por ser ovejas negras, y nadie ha pensado la necesidad de que en todos los rebaños haya ovejas negras, porque a la hora de la verdad la leche es igual de blanca y se mezcla sin que el cántaro que la contiene se eche a perder, no así los lobos disfrazados de ovejas blancas que ni dan leche ni dan nada de nada; si acaso “mala leche”, y de esa mucha.

            A nuestras espaldas todos llevamos una mochila. Cada uno carga con aquella que se adecúa más a su tamaño, pero nos encontramos con dos posibilidades: los que van a los extremos y los que cuidadosamente llevan lo necesario compensando los pesos a la hora de ir colocando lo que en ella meten.

            Los extremistas son aquellos que por miedo a no poder avanzar, o no atreverse a soportar el peso, llevan su mochila vacía. Se pasan la vida pidiendo y dependiendo de los demás cada vez que necesitan algo por miedo a que si gastan lo poco que llevan en la suya se quedarán desamparados y que una vez que quien se cruza en el camino le cede algo de lo suyo, siguen andando livianamente como si no hubiese pasado nada, como si quien le dio de lo suyo fuese un mero trámite. En este grupo también podemos encontrar los que llenan la mochila de aire; aparentemente avanzan repletos de recursos, pero a la hora de la verdad se tienen que limitar a vivir de los demás. Otros extremistas son los que van echando de todo a su mochila. Les da igual si les servirá o no, la cuestión es que como no se fían de nadie para pedir ayuda quieren ser autosuficientes del todo y en ese acopio descuidado no se percatan que las costuras de su propia mochila se van abriendo y resquebrajándose, perdiendo todo lo que creyeron necesario de golpe y sin remedio de poder volver a usar esa mochila.

            Hay gente que por haber andado mucho, por todo tipo de pistas: carreteras, senderos, caminos, pedregales, vergeles… han aprendido cómo y cuanto deben llenar su petate. Cuidadosamente colocan las cargas pesadas pegadas a la espalda y repartidas por igual para no cargar más de un lado que de otro. Lo que es de poco uso lo colocan al fondo y reparten el resto de cosas para que, a pesar del peso, el cuerpo sufra lo justo. No llevan cosas colgando de ella que puedan aparentar lo fabulosos que son como excursionistas. Cuando algo queda en desuso o no es necesario ya, se deshacen de ello o lo ceden a otro caminante que lo vaya a necesitar.

            Alguno puede pensar que me he “despachado a gusto” y mira, no voy a negar esa evidencia; como siempre: he dicho lo que pensaba, he descargado parte de lo que llevaba en mi mochila que pensaba que me estaba sirviendo y que lo que realmente estaba haciendo era coartarme en mi camino, no por coacción, sino por mi propia prudencia; algo que desde la cuna me mostraron. Dicen que cada uno tiene lo que se merece y los cristianos que siguen queriendo ver los toros desde la barrera, los que aplauden las palabras de otros mientras ellos siguen con sus prejuicios y su burka puesto creyendo que por ver el mundo desde la reja que les brinda esa armadura invisible, cuando estos desde fuera  les dicen las cosas es porque su vida es mundana y mal encaminada, cuando en su propio examen de conciencia, si realmente buscan en el fondo, el propio miedo es el que les hace creerse que son mejores que los demás, queriendo hacer como los antiguos misioneros: “evangelizar echando jarros de agua” y no metiéndose en la piel del que necesita ser renacido para desde su posición y trabajo hacer un mundo más justo lejos de lo que rezan papeles que de tanto manear están pasados y oscuros con la propia suciedad que llevan las manos.

            Un abrazo y apretón de mano izquierda.


            Juan J. López Cartón.

lunes, 8 de junio de 2015

LA BERREA DEL CAMPO GRANDE


            Hace tiempo, no mucho para unos aunque demasiado para otros, la vida era más sencilla. Nacer no era sinónimo de complicación sino de felicidad. Vivir no era una competición sino aquello de lo podíamos disfrutar.

            Hace tiempo, cuando la vida se vivía al minuto sin tener que pensar en todos los riesgos del mundo poniendo la tirita antes que la herida, cuando en los coches cabían los que entrasen y el cinturón de seguridad se enganchaba cuando “salías a carretera”. Cuando primaba la calidad de vida en vez de la cantidad y solo los privilegiados y los emigrantes en busca de trabajo conocían el extranjero.

            Las grandes ciudades eran grandes pueblos donde la gente se conocía y se saludaba por la calle, porque se paseaba con la mirada hacia delante sin necesidad de mirar al suelo para esconderse de nadie. Cuando no había reparo ni prisas por llegar a los sitios porque siempre se salía de casa con tiempo suficiente para ser puntual aunque te parases con cualquiera a charlar.

            Las aceras de las calles en los barrios eran un mural de circuitos pintados con tiza para las carreras de chapas y si había un pequeño agujero no era un bache, sino un boquete perfecto para jugar al “gua” con las canicas. La teja rodaba para jugar a la rayuela o incluso cuando los coches no pasaban, se jugaba al burro o al “churro, media manga o manga entera” haciéndose dueños de la calle. Los niños repartían su vida entre el colegio, la casa y la calle, sin peligro ni miedo a nadie más que al hombre del saco. Las calles “muertas” eran el campo de futbol perfecto donde las puertas metálicas de las cocheras se convertían en porterías y el partido terminaba cuando desde alguna ventana algún vecino protestaba y reñía sin miedo a ser encarado o amenazado por ningún niño que no le dejaba dormir la siesta por los balonazos en las traseras.

            Cuando el padre mandaba al hijo a por tabaco al estanco o al bar, o a por vino a la bodeguilla sin tenerse que plantear que le estabas incitando a nada. Cuando la zapatilla servía además de para andar por casa para dar un zapatillazo merecido, sin miedo a que nadie te denunciase por malos tratos o viniesen los Servicios Sociales a quitarte a tu díscolo hijo.

            Cuando si querías leer el periódico solo tenías que bajar al bar a tomarte un vino con los vecinos del barrio. Cuando el periódico servía además de contar noticias para envolver el pan, el pescado o cualquier cosa porque nadie se moría por una supuesta ingestión de tinta.
            Cuando los niños comenzaban el colegio sin “periodos de adaptación” y ninguno sufría ningún trauma por ello en su edad adulta. Las ratios no existían y en las aulas se trataba de usted al maestro. Ellos trataban de enseñar y de ser maestros; no amigos. Si un niño tenía algo con otro lo solucionaban en el “descampao” del barrio y después todos juntos jugaban un partido de fútbol donde los postes eran dos piedras y el larguero lo marcaba la altura a la que pudiese llegar el que hacía de portero.
            Durante el curso nadie pensaba cuando era la próxima excursión, porque sabías que como mucho habría una al final después de la “quinta evaluación”, y no hacía falta que fuese a ningún parque temático; era suficiente ir a cualquier sitio porque lo que querías era pasar el día con tus compañeros y armar el follón en el autobús cantándole al conductor de primera que nunca se reía.

            Cuando castigar a un hijo era muy sencillo, bastaba con que no bajase a la calle o quedarse sin ver la tele. Los padres no tenían que pensar de todas las cosas que tenía el niño cual era lo que más le dolería que le quitasen.

            Cuando se recibían regalos sólo cuando venían lo Reyes, y con suerte por el cumpleaños. Para soplar las velas no se necesitaba ir al burguer ni invitar a toda la clase, lo celebrabas con tu familia y como mucho algún vecino, porque los vecinos eran uno más de la casa. Ese día, para que todos supiesen que cumplías años lo único que tenías que hacer era llevar caramelos a clase y un puro al maestro, y nadie pensaba que estabas haciéndole la pelota por ello.

            Las vacaciones eran de andar por casa: de casa de la ciudad a casa del pueblo y eran maravillosas porque aunque hacías lo mismo que en la urbe, allí todo se multiplicaba por mil y te reencontrabas con todos los primos y lo mismo daba dónde comieses o dónde cenases porque a tu casa solo llegabas de la plaza del pueblo para irte a dormir.


            Los domingos, después de ir a misa, se tomaba el vermut y los niños tomaban un mosto. Por la tarde se salía de paseo y allí en mi querida Valladolid al Campo Grande donde, por un tiempo, se llegó a escuchar la berrea y aún hoy día, en lo remoto del tiempo, mucha gente sigue escuchándola…

lunes, 1 de junio de 2015

METONIMIAS DE LA VIDA ("Por el interés te quiero Andrés")



            “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida…” que cantaba Rubén Blades a Pedro Navaja.

Cumplir años te permite, entre otras muchas cosas, no sorprenderte en absoluto cuando algunas cosas suceden. Cuando un niño o un joven disfrutan de una situación, actividad o una compañía y sin comprender los motivos se da cuenta que las “normas” de todo ello han cambiado sin venir a cuento, generalmente reacciona revelándose y preguntándose qué es lo que cambió o qué es lo que hizo él para que algo que le hacía sentirse feliz se tornase en desazón. Los años en una persona son como la vista: durante toda tu vida tienes los mismos ojos, pero estos al igual que la visión de las cosas van evolucionando aunque eso sí, a la inversa.

Cuando eres joven tus expectativas hacia lo que emprendes es de confianza ciega en que si te llega o lo alcanzas algo es buena señal y hay que aprovechar la ocasión sin valorar los posibles reveses que pueden tornar todo ello en desolación y en fracaso; la visión de esas expectativas está nublada por unas “cataratas” que hacen que solo veas lo positivo, cosa buena por otra parte, pero sin sopesar los posibles riesgos cuando las cosas van evolucionando. Cuando vas madurando, al igual que cuando vas creciendo, tu vista evoluciona como he dicho antes a la inversa: ves las cosas más claras; aceptas los retos, arriesgas con ellos pero también eres consciente que las cosas no son así de fáciles ni sencillas, con lo que te previenes de las consecuencias que pueda tener un fracaso. Esto hace que, sin que dejen de sorprenderte los sucesos, tengas una visión periférica más amplia que cuando eres joven y te las prometes todas, por lo que afrontas los hechos como algo que “se veía venir” porque además eres capaz de analizar todo el contexto que llevó al inicio de esa acción y los motivos que han hecho que evolucione hasta el punto en el que tú mismo decides que sea el punto y final.

Se suele decir que cuanto más alto llegues más dura será la caída y al igual que con la visión que tenemos de las cosas este dicho también depende de la edad, porque la vida es como una tremenda pared que hay que escalar en la que nuestros padres se encargan de colocarnos el arnés y regalarnos nuestra primera cuerda para comenzar ese ascenso. Cada escalador decide quién es la persona que desde abajo le va a asegurar teniendo plena confianza en él porque su vida pende de eso. Conforme vas ascendiendo vas colocando tus “cintas express” en las “chapas” para crear puntos de anclaje intermedio. Sigues ascendiendo con la fe ciega en la persona que desde abajo sigue dándote cuerda para avanzar y sin sopesar que a quien tienes con los pies en el suelo es una persona, y que también nosotros tenemos fallos, con lo que no cuentas con la posibilidad de que al fallarte un agarre puedas caer hasta la última chapa que enganchaste. Confías en tu fuerza y en tu pericia a la hora de encontrar una mínima grieta en la que introducir tus dedos. Llegas a creer que eres tú quien tiene la opción de triunfar o caer y por momentos se te olvida la comunicación que debes tener con el auténtico seguro de tu vida, la persona que con sus manos y su “grigri” puede frenar tu caída por exceso de confianza. Cuando eres veterano corres los mismos riesgos, pero sabes de la importancia de estar en continua comunicación con quien te asegura, conoces que hay agarres más peligrosos que otros, y ves la escalada siempre con los posibles riesgos que conlleva un fallo que sabes que puede llegar aunque no lo busques y si llega, sabes de qué manera puedes reaccionar para minimizar los daños.

Desgraciadamente cuando avanzas en la vida te das cuenta que todo el mundo tiene una “vocación” frustrada: ser banquero. Sí, así de claro: desde que nacemos lo hacemos todo por interés y en eso nadie me lo puede discutir, porque es algo tan cierto como natural en el ser humano. Un niño necesita ser interesado para vivir, se acostumbra a depender de ese interés durante toda su infancia porque eso le da seguridad mientras vive en la burbuja que supone el hogar familiar. Se van cumpliendo años y nos acomodamos tanto a hacer las cosas por interés porque descubrimos que es una manera ya no de vivir, sino de sobrevivir. Una simple sonrisa puede producir un interés de otra sonrisa, de un favor, de un amor correspondido…

Ese interés inocente se transforma con los años en un redundante interés interesado. La sonrisa, el alago que sale de nuestros labios en demasiadas ocasiones busca un fin que no tendría que ser necesario. Podríamos vivir sin problemas sin ese favor ajeno, pero ese favor, esos réditos que nos cobran buscan también un fin, porque muchas veces las condiciones favorables que justifican el interés, al igual que los bancos, cambia sin venir a cuento en el propio beneficio de quien te está “prestando la sonrisa”. El banquero juega continuamente con esos intereses, pero se olvida que quien realmente tiene la potestad para romper la relación mercantil es quien paga, no quien cobra. El resultado generalmente es cambiar de banco a otro que respete todas las cláusulas que constaban en el contrato inicial. La ruptura suele ser más traumática para quien más pierde, ese que se acostumbra a recibir a cambio de unas migajas de interés interesado; una ruptura generalmente silenciosa, sin bombo ni platillo ni falsos boatos que llevaron a la firma del contrato.

Recibid un fraternal saludo y un apretón de mano izquierda.


Juan J. López Cartón.