lunes, 1 de junio de 2015

METONIMIAS DE LA VIDA ("Por el interés te quiero Andrés")



            “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida…” que cantaba Rubén Blades a Pedro Navaja.

Cumplir años te permite, entre otras muchas cosas, no sorprenderte en absoluto cuando algunas cosas suceden. Cuando un niño o un joven disfrutan de una situación, actividad o una compañía y sin comprender los motivos se da cuenta que las “normas” de todo ello han cambiado sin venir a cuento, generalmente reacciona revelándose y preguntándose qué es lo que cambió o qué es lo que hizo él para que algo que le hacía sentirse feliz se tornase en desazón. Los años en una persona son como la vista: durante toda tu vida tienes los mismos ojos, pero estos al igual que la visión de las cosas van evolucionando aunque eso sí, a la inversa.

Cuando eres joven tus expectativas hacia lo que emprendes es de confianza ciega en que si te llega o lo alcanzas algo es buena señal y hay que aprovechar la ocasión sin valorar los posibles reveses que pueden tornar todo ello en desolación y en fracaso; la visión de esas expectativas está nublada por unas “cataratas” que hacen que solo veas lo positivo, cosa buena por otra parte, pero sin sopesar los posibles riesgos cuando las cosas van evolucionando. Cuando vas madurando, al igual que cuando vas creciendo, tu vista evoluciona como he dicho antes a la inversa: ves las cosas más claras; aceptas los retos, arriesgas con ellos pero también eres consciente que las cosas no son así de fáciles ni sencillas, con lo que te previenes de las consecuencias que pueda tener un fracaso. Esto hace que, sin que dejen de sorprenderte los sucesos, tengas una visión periférica más amplia que cuando eres joven y te las prometes todas, por lo que afrontas los hechos como algo que “se veía venir” porque además eres capaz de analizar todo el contexto que llevó al inicio de esa acción y los motivos que han hecho que evolucione hasta el punto en el que tú mismo decides que sea el punto y final.

Se suele decir que cuanto más alto llegues más dura será la caída y al igual que con la visión que tenemos de las cosas este dicho también depende de la edad, porque la vida es como una tremenda pared que hay que escalar en la que nuestros padres se encargan de colocarnos el arnés y regalarnos nuestra primera cuerda para comenzar ese ascenso. Cada escalador decide quién es la persona que desde abajo le va a asegurar teniendo plena confianza en él porque su vida pende de eso. Conforme vas ascendiendo vas colocando tus “cintas express” en las “chapas” para crear puntos de anclaje intermedio. Sigues ascendiendo con la fe ciega en la persona que desde abajo sigue dándote cuerda para avanzar y sin sopesar que a quien tienes con los pies en el suelo es una persona, y que también nosotros tenemos fallos, con lo que no cuentas con la posibilidad de que al fallarte un agarre puedas caer hasta la última chapa que enganchaste. Confías en tu fuerza y en tu pericia a la hora de encontrar una mínima grieta en la que introducir tus dedos. Llegas a creer que eres tú quien tiene la opción de triunfar o caer y por momentos se te olvida la comunicación que debes tener con el auténtico seguro de tu vida, la persona que con sus manos y su “grigri” puede frenar tu caída por exceso de confianza. Cuando eres veterano corres los mismos riesgos, pero sabes de la importancia de estar en continua comunicación con quien te asegura, conoces que hay agarres más peligrosos que otros, y ves la escalada siempre con los posibles riesgos que conlleva un fallo que sabes que puede llegar aunque no lo busques y si llega, sabes de qué manera puedes reaccionar para minimizar los daños.

Desgraciadamente cuando avanzas en la vida te das cuenta que todo el mundo tiene una “vocación” frustrada: ser banquero. Sí, así de claro: desde que nacemos lo hacemos todo por interés y en eso nadie me lo puede discutir, porque es algo tan cierto como natural en el ser humano. Un niño necesita ser interesado para vivir, se acostumbra a depender de ese interés durante toda su infancia porque eso le da seguridad mientras vive en la burbuja que supone el hogar familiar. Se van cumpliendo años y nos acomodamos tanto a hacer las cosas por interés porque descubrimos que es una manera ya no de vivir, sino de sobrevivir. Una simple sonrisa puede producir un interés de otra sonrisa, de un favor, de un amor correspondido…

Ese interés inocente se transforma con los años en un redundante interés interesado. La sonrisa, el alago que sale de nuestros labios en demasiadas ocasiones busca un fin que no tendría que ser necesario. Podríamos vivir sin problemas sin ese favor ajeno, pero ese favor, esos réditos que nos cobran buscan también un fin, porque muchas veces las condiciones favorables que justifican el interés, al igual que los bancos, cambia sin venir a cuento en el propio beneficio de quien te está “prestando la sonrisa”. El banquero juega continuamente con esos intereses, pero se olvida que quien realmente tiene la potestad para romper la relación mercantil es quien paga, no quien cobra. El resultado generalmente es cambiar de banco a otro que respete todas las cláusulas que constaban en el contrato inicial. La ruptura suele ser más traumática para quien más pierde, ese que se acostumbra a recibir a cambio de unas migajas de interés interesado; una ruptura generalmente silenciosa, sin bombo ni platillo ni falsos boatos que llevaron a la firma del contrato.

Recibid un fraternal saludo y un apretón de mano izquierda.


Juan J. López Cartón.

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