lunes, 23 de febrero de 2015

MI SANTUARIO


            Dicen que el burro no es de donde nace sino de donde pace. Yo, hombre refranero –puñetero que diría otro -, soy de los que siempre ha pensado que la cultura popular siempre tiene su razón de ser aunque en este caso, en cierta manera, muestro mi rotundo rechazo a este hecho.

            Como ya sabéis soy vallisoletano y si me apuran más ni eso, porque soy “raposo” de cuna, ya que nací en San Cebrián de Mazote, pueblecito de Valladolid de apenas 180 habitantes, y así nos llaman a los naturales de allí; aunque para no faltar a la verdad me crie en el barrio de la Rondilla de la capital pucelana.

            Los avatares de la vida me han llevado a recorrer muchos puntos de la geografía española y a vivir en unos cuantos de ellos: Valladolid, Lodosa en Navarra, Madrid, Alcorcón, Cádiz y El Puerto de Santa María, donde tengo mi residencia oficial. Digo mi residencia oficial porque aunque allí estoy empadronado y mis hijos son portuenses, desde hace casi cinco años hay un pueblecito de sierra de Cádiz que más que adoptarlo yo, él ha hecho lo propio conmigo.

            Villaluenga del Rosario, el pueblo más pequeño de la provincia gaditana además del que se encuentra a mayor altitud, fue un descubrimiento para mí gracias a un curso del Grupo Scout San Pablo en el que me preparaba para descubrir más que una filosofía, la scout, una manera de vivir. Mis hermanos scouts Sergio y Ana tenían una casa alquilada a medias con César “el Chino”; la cuestión es que unos meses después se quedaron solos con la casa y hablando, que es como se entiende la gente, acordamos que nosotros pasaríamos a ocupar el lugar de César.

            Durante casi dos años compartimos la casa, o mejor dicho, convivimos, porque al contrario de lo que la gente pensaba, no es que nos turnásemos los fines de semana, sino que hacíamos todo lo posible para coincidir y disfrutar juntos de todo lo que brinda el pueblo: fiestas, parajes, excursiones, y lo que os podáis imaginar que se puede hacer en el paraíso. Las noches se convertían en eternas partidas a las cartas junto a David o Carmen, otra amiga de El Puerto medio adopta por el embrujo de estos lares; después llegó la marcha también de Sergio y Ana, ante lo que Mara y yo tomamos la determinación de, aun sabiendo el gran sacrificio que nos iba a suponer privándonos de muchas cosas, mantendríamos nosotros solos el alquiler y mantenimiento de la casa. Por suerte, y como Dios aprieta pero no ahoga, desde hace unas semanas hemos ampliado la “familia” con Zoraida, Zori y José ya que nuestro santuario también se ha convertido en el de ellos, haciéndonos a todos más livianas las cargas, ocurriendo al igual que pasaba con Sergio y Ana, que el objetivo es compartir, no repartir la casa.

            A cualquiera que llegue a nuestro rincón payoyo le llama la atención que en las paredes del salón, donde “hacemos la vida”, resaltan un par de grandes marcos convertidos en collage de fotos: inacabados siempre porque siempre hay sitio para más fotos. En ellas, como si de un álbum familiar se tratase, aparecen todos los amigos y gente querida que han compartido buenos momentos con nosotros entre estas cuatro paredes durante estos años.

            Villaluenga para nosotros tiene todas las ventajas que podamos imaginar para desaparecer, entre éstas destaca el hecho que nos permite disfrutar de una privacidad selectiva que solo se ve rota por la gente que queremos. Estar a “hora y pico” de casa, con tramos de carretera de montaña, implica, por suerte para nosotros, que mucha gente se lo piense dos veces antes de emprender viaje y pasar por la puerta de La Manga. Dicho así suena feo, pero no por ello deja de ser más cierto que si para quien busca paz y tranquilidad en un rincón, ésta se ve continuamente invadida, ese rincón deja de cumplir su objetivo y hay que cambiarlo; y en nuestro caso, con este nuestro rincón payoyo, no se da ese hecho. Como decía el otro: “yo no soy clasista, solo soy ordenado”.

            Mi padre siempre decía que su casa era “la posada de la estrella” porque en ella siempre había amigos de sus hijos que tenían las puertas abiertas; y en cualquier momento que llegabas te podías encontrar con alguien que, estando de paso, tenía cama y plato caliente puesto en la mesa y para eso Hilario y Mariluz eran los número uno. Esa filosofía, al igual que otras muchas, forman parte de mi herencia, no la material que esa bien poco importa, sino la de aquello que aprendes para querer y que te quieran.

            Durante estos años hemos compartido momentos con mucha gente retratada en nuestras fotos: hermanos scouts, Chepa y Patri, Jesús y Marisa, Borja, el Chino y Eli, Javier e Isabel, además de los que llegaron de paso que también encontraron las puertas abiertas y un vaso de vino servido para limpiar el polvo del camino de sus gargantas. Todos queridos por nosotros o, por lo que decía antes de la privacidad, escogidos con precisión quirúrgica; porque gracias a Dios, a ciertas edades, nos podemos permitir sin reprocharnos nada, elegir a la gente que nos rodea.

            La vida para nosotros en Villaluenga en estos años también ha ido cambiando y evolucionando hasta el punto de cumplirse lo ya dicho al principio: el pueblo, sus gentes, nos han adoptado. Muchos de los payoyos han pasado de ser simples conocidos con los que nos cruzábamos y saludábamos cortésmente dándonos los buenos días o lo que correspondiese, a ser vecinos con los que compartimos charla y ratos; incluso el pequeño de la casa, ha optado por ampliar su familia particular, tomando como tíos y primos a gente que realmente lo merece porque han tocado su corazón.

            Nuestro santuario no se detiene en la puerta de la Calle Trabajosa; nuestro santuario es todo el pueblo y lo que contiene y le rodea. Desde que pasas por La Manga hasta cualquiera de sus límites: Los Llanos del Republicano, Los Navazos; sobre la Sierra del Caíllo, La  Sierra del Endrinal… En nuestro santuario entra solo gente escogida, porque aunque parezca egoísta el hecho, un santuario es eso, el sitio donde no todo el mundo puede acceder, donde hay que ganarse el derecho a entrar, como ocurre con nuestros corazones.

            Sigo siendo “raposo”, pucelano, incluso “ahumado” de Tordehumos, el pueblo de mi madre y lo llevo por bandera, pero he de reconocer que también me siento payoyo porque si bien para mí no se cumple el refrán “el burro no es de donde nace…”, sí se cumple otro: “de bien nacidos es ser agradecidos” y a Villaluenga del Rosario he de agradecerle muchas cosas.

            Recibid un fraternal abrazo y un apretón de mano izquierda.


            Juan J. López Cartón

lunes, 16 de febrero de 2015

EL RESERVISTA



                Francisco nunca pensó que llegaría el momento; se sentía con plena vitalidad para continuar con lo que llevaba haciendo toda la vida y, sin darse cuenta, un día recibió la comunicación: “Desde hoy deja usted de prestar activamente sus servicios entre nosotros y pasa a formar parte de la reserva, con todos los méritos y derechos que a este fin se le conceden”.

                “No puede ser, - pensó- esta gente no sabe lo que dice. Estoy perfectamente capacitado para continuar con lo que llevo haciendo toda la vida”. Estaba convencido que no sabía hacer nada que no fuese su trabajo. Toda su vida había vivido para su trabajo, para sus obligaciones con aquellos que a fin de mes justificaban con un sueldo las cadenas que le habían puesto para que no conociese otra vida que la de trabajar. No se atrevía a ir a casa a dar la noticia, y se fue a dar un paseo por la vera del río para ir digiriendo su desgracia en soledad.

                Ese mismo día, con igual texto, su compañero Antonio había recibido la misma misiva. Al leerla sus labios dibujaron una sonrisa de satisfacción. Por su cabeza no pasó ni un atisbo de reproche; todo lo contrario, tendría más tiempo para hacer todo lo que le gustaba y terminar todos los proyectos inacabados por culpa de la falta de tiempo que provocaba su trabajo. Sin borrar su tremenda sonrisa de su cara, incluso dejando escapar una melodía en forma de silbido, se dirigió a casa para dar la gran noticia.

                Estoy seguro que a muchos de nosotros nos suenan estas historias por haberlas vivido en nuestras propias carnes o en alguien cercano a los nuestros, al igual que distinguimos las dos posturas tomadas por Francisco y por Antonio.

                A todos en algún momento de nuestra vida nos toca pasar a la reserva. No solo a nivel laboral, cuando nos jubilamos. En la vida nos encontramos cientos de situaciones en las que bien obligados por terceras personas, bien por decisión personal, dejamos de participar activamente de algo. Continuamente nos enfrentamos no a la decisión en sí, sino a la manera que tenemos de aceptar el abandonar la “primera línea de fuego”.

                Siempre se ha dicho que el hombre es animal de costumbres, y siguiendo esta pauta vemos que se cumple del todo, porque todo el que se enfrenta a la vida y a lo que ésta nos pone por delante con un espíritu alegre, positivo y optimista es capaz de transformar la mayor desgracia, el mayor contratiempo en algo que le puede ayudar a seguir viviendo; a seguir avanzando. Todo lo contrario les ocurrirá a los “Franciscos” de la vida; aquellos que hacen un desierto de un grano de arena pero no para poder jugar con el cubo y la pala como harían los “Antonios”, sino para enterrarse hasta el cuello sin poder mover las piernas para avanzar ni los brazos para crear. Imaginad si hay algo más patético y triste de ver a alguien que cuando llueve detiene su vida simplemente porque el salir a la calle va a suponer mojarse, si se moja cogerá frío, si se resfría enfermará y si enferma morirá, con lo fácil que es pensar: “está lloviendo; voy aponerme un chubasquero para no mojarme” y con una simple decisión de ponerse una prenda evitar su muerte. Suena a tontería, cierto, pero cuantas veces no pensamos en el chubasquero que lo tenemos colgado detrás de la puerta y pensamos en la fiebre que nos derrotará o lo que es peor, ni siquiera dejamos que nos presten el chubasquero…

                Pero volvamos al amigo Antonio. Le dejamos cuando iba de camino a casa silbando su canción favorita con una carta en la mano y con la ilusión en su mente como única bandera. Paró en un quiosco y compró chucherías para sus hijos, en una floristería y compró una rosa para su mujer, incluso se permitió hacer un alto en el camino en el bar de la esquina y tomarse un vino y convidar a sus contertulianos habituales solo por una razón: se sentía feliz, se sentía vivo, se sentía libre.

              Era consciente que durante cuarenta años no había hecho otra cosa que cumplir su obligación sacrificando por ello tiempo, familia y salud. Que aquella carta no le iba a devolver nada de eso, pero que sí le iba a permitir tenerlo todo de nuevo. Que muchas cosas que no pudo hacer cuando su cuerpo se lo podría permitir no las podría realizar tampoco porque los años no pasan en balde, pero habría otras cosas que sin necesidad de tanto esfuerzo, podría llevar a cabo y así, en cierta manera, cumplir sueños que no esperaba.

                Antonio, amante del campo, de la naturaleza, de la aventura, había transmitido ese amor a sus hijos, y si bien no podría escalar montañas sí podría sujetar la cuerda de sus hijos mientras estos lo hacían, si ya no podía sentarse como los indios, buscaría un tocón de árbol para no castigar sus quebradas piernas y poderse sentar al calor de la hoguera, si cuando una jornada de marcha era muy dura, él esperaría al final con el coche para dar ánimos y bebida para refrescar a los que la pudieron hacer. Ni se le pasaba por la cabeza el hecho de dejar de ir a escalar, de sentarse delante de la hoguera o hacer sus rutas por el monte; lo seguiría haciendo, pero dentro de sus posibilidades y capacidades.

                Esa actitud es la que tenemos que tener. Hemos de ser positivos en todo lo que la vida nos ofrece. Cada día es un regalo por el que estamos obligados a dar el mil por cien de nuestras energías.

                Esta situación no solo nos la encontramos cuando termina nuestra vida laboral. Cada paso que damos en nuestro camino hemos de tomar la decisión de qué actitud tomamos ante los acontecimientos. Si cuando nos compramos nuestro primer coche, jóvenes y con iniciativa, al terminar de pagarlo nos quedamos parados, sin otras expectativas que disfrutar de nuestro vehículo terminado de pagar y no se nos pasa por la cabeza cual será el siguiente objetivo; una casa, un viaje, una aventura… nos estancamos y mostramos la actitud de Francisco: “he terminado mi labor y ahora ¿qué haré si ya terminé?”

                Debemos de ser “Antonios” de la vida. Calzarnos nuestros mejores zapatos aunque la suela esté ya gastada de tanto avanzar, dibujar nuestra mejor sonrisa y entonar nuestra canción favorita mientras pensamos en las posibilidades que nos plantea la nueva situación. Arrastrar nuestras cadenas de miserias solo hará que la gente sea consciente de nuestra presencia por el ruido de las cadenas, pero para todos seremos alguien a quien hay que evitar. Cuando vas por la calle y te cruzas con alguien positivo que silva, al rato, estemos seguros que seremos nosotros los que iremos tarareando una canción, incluso la misma canción de la persona con la que nos cruzamos. La felicidad se transmite al igual que el pesimismo.

                En el ejército, cuando pasas a la reserva, no significa que termines tu vida. Tienes todas las capacidades posibles disponibles para que en cualquier momento seas vuelto a llamar a filas. Todos debemos ser reservistas y estar dispuestos en el instante que sea necesario a coger nuestras “armas”, calzarnos nuestras viejas botas siempre dispuestas para nuevas rutas y liarnos a hacer felices a los demás y con ello lo más importante: ser felices nosotros mismos.

                Recibid un fraternal abrazo y un apretón de mano izquierda.

                Juan J. López Cartón

lunes, 9 de febrero de 2015

VOLVER A LA ESENCIA



                Hoy tengo una extraña sensación de desencuentro que me ha dejado tocado. Os cuento: tenía ya casi terminado el artículo para el blog y, como me apetecía, salí a disfrutar de un paseo solo aprovechando la nevada que ha caído en Villaluenga. Después de tomarme café y copa en la Alameda, como sabía que estaban preparando a la Virgen para la celebración que tendrá lugar mañana durante la misa, me apeteció entrar en la iglesia para rezar. Allí me encontré con los hermanos de la Hermandad de la Coronación de Espina de Jerez terminando de adornar, con todo su cariño, a la venerada Imagen.

                Me senté en un banco cerquita de  la Virgen en silencio como a mí me gusta, sin interrumpir la labor de los que estaban trabajando, para tener unos minutos con mi Madre. Mirándola a la cara, he estado hablando con ella, contándole mis cosas; aunque sé que Ella, sin necesidad que yo le dijese nada, me conoce bien como buena Madre, como todas las madres nos conocen a los hijos. Como os digo,  mientras hablaba con Ella noté un pellizco. Mis ojos recorrieron de arriba a abajo la Imagen y os tengo que confesar algo que, sin pretender herir ningún sentimiento, me pasó por la cabeza: no reconocí a mi Madre en aquella Imagen.

                Reitero que mi última intención es criticar o herir la sensibilidad de nadie pero, en mi línea de abrir mi corazón y compartir mis pensamientos tanto en mi tribuna de Sed Valientes como en mi propio blog y en la libertad que me siento de hacerlo, con todo el respeto hacia los Hermanos de cualquier Hermandad que me consta que con todo el amor cuidan que nuestra Madre aparezca en todo su esplendor porque yo también fui cofrade, tal vez por mi carácter castellano de sobriedad en ciertas cosas, no me gustó ver así a María. De hecho he terminado mirando y compartiendo mis sentimientos, con los mismos ojos de hijo, con la Virgen del Rosario, talla más sencilla y con la corona y el manto de Reina como único ornato añadido. He de confesar que la Virgen luce espléndida, preciosa, como Reina Coronada que es.

                María, María de Nazaret, nuestra Madre, la madre de Jesús de Nazaret, la esposa de José el carpintero, era simplemente María, sin más “apellidos”.

                Los hombres somos muy dados a “colgar medallas” y otorgar títulos como reconocimiento a las personas y como hombres que somos los cristianos, hacemos lo propio con Aquellos a quienes queremos. Eso no es nada malo, porque quien más quien menos, todos hemos otorgado “galones” a las personas que estimamos en forma de confianza, cariño, amor, respeto o cualquier otra muestra en el trato.

                Los cristianos como agradecimiento a Jesús le hemos otorgado el título de Rey, al igual que a su madre, además de hacerla Madre nuestra (quién no ha tratado a alguien, y reconocido públicamente, como su propia madre), también la hemos hecho Reina. Ni que decir tiene que merecen esos títulos porque para los que creemos así son para nosotros, pero ¿os imagináis lo que Ellos, Jesús y María de Nazaret, el hijo y la esposa del carpintero, opinarían de eso? Como siempre lo que transmito es lo que pienso, que jamás sienta cátedra, y en este caso dudo que admitiesen esos méritos, simplemente porque Ellos en sí eran pura sencillez.

                Aun así defiendo el derecho de toda persona, creyente o no, a otorgar títulos a quien consideramos que lo merecen, pero todos hemos de ser consecuentes con nuestros actos en la medida de lo que se entiende es la esencia de toda creencia o tendencia.

                Sé que estoy tocando un tema muy delicado, y os aseguro que nunca me había costado tanto escribir un artículo con el tacto y la delicadeza de aquel que aun amando a su madre, tiene que hacerle algún reproche por algo que cree que no está haciendo bien.

                Cuando hablo de ser consecuentes con la esencia me refiero a la sencillez, humildad y pobreza que emanaban tanto de Jesús como María y en ende, las primeras comunidades cristianas. Estamos hartos de recibir críticas de los “no creyentes” en la línea de la pobreza de la Iglesia, y yo en esos casos he de confesar que me encuentro un tanto desarmado para defender un hecho que en demasiadas ocasiones es casi indefendible.

                Me considero defensor del sentido común y que toda necesidad se tiene que cubrir con dignidad. Si bien socialmente ese punto lo defiende la Constitución Española y todos ponemos el grito en el cielo en los temas de trabajo y vivienda digna; como cristianos hemos de ser consecuentes y defender la dignidad, alejándola del lujo y del boato, de nuestras parroquias, hermandades y todas las expresiones de mostrar nuestra fe. Por supuesto que no me refiero a que la Iglesia tenga que deshacerse de sus templos históricos (el típico ejemplo de San Pedro del Vaticano que tanto les gusta sacar a los ajenos a nuestra fe), entre otras cosas porque en contra de lo que la vox populi dice, eso no lo mantiene el Estado, sino la propia Iglesia, y por su valor artístico sería una barbaridad el que mínimamente sugiriera eso. Me refiero al hecho de la cantidad de cosas que hoy día los cristianos, con la certeza equivocada de “Haced lo que él os diga”, y con el sacrificio de mucha gente que de corazón dan limosnas y donativos para distintos fines de Iglesia, hemos perdido ese sentido común a la hora de vestir sobre todo a nuestras Vírgenes olvidándonos de la sencillez en que vivieron tanto la Madre como el Hijo.

                A todos nos gusta ver y tratar a nuestra madre como una reina, agradeciéndola así los sacrificios y las luchas pasadas para hacer de nosotros personas de bien, agradeciéndole el darnos unos estudios y, en sus posibilidades, un futuro. ¿Cuánto más querremos para la Madre de todos; cuánto más querremos para quien aceptó pasar el dolor de saber que el hijo que llevaba en sus entrañas había de padecer hasta morir en un Madero?

                Cuando miro a la Virgen y hablo con Ella, tal vez por la distancia que me separa de mi madre y el no poder disfrutar día a día de ella, sin poder evitarlo pienso en la mujer que junto a su amado marido sacó a cinco hijos adelante, en la mujer que se levantaba trabajando y se acostaba haciendo lo mismo, en la mujer que llora cada vez que a uno de esos hijos le ocurre algo, en la mujer que sin tener nada, ha llegado a tenerlo todo lo que una madre puede desear: el amor de sus hijos. Y es que María Madre es lo único que quiere: el Amor de sus hijos. Si a mi madre no le gustan las ostentaciones porque jamás tuvo nada para ostentar, porqué voy a empeñarme en hacerla parecer lo que no es.

                En demasiadas ocasiones los cristianos hemos confundido el trato con la imagen. Hemos convertido un acto de amor en la Eucaristía, con una parafernalia que al igual que la niebla distorsiona la realidad, en algo para aparentar. Jesús es Salvador y Rey al igual que María es Madre y Reina, pero si ellos tuvieron como máximo trono los lomos de un borrico, para llegar a Belén a dar a luz y así convertirse en Madre de toda la humanidad, o para entrar en Jerusalén como Rey; porqué nos empeñamos en convertir ese humilde asno en tronos de oro como aquel becerro al que los judíos quisieron adorar.

                Hace ya quince años participé junto a mi mujer, como voluntarios, del Sínodo de la Diócesis de Cádiz y Ceuta. Allí se trató el tema de la necesidad de austeridad y recato en nuestras expresiones de fe. El Papa Francisco nos está pidiendo a gritos que la Iglesia y los cristianos hemos de huir del agasajo del aparentar, que hemos de ser Iglesia pobre, humilde y cercana para que en estos momentos tan duros que estamos pasando, vayamos acordes a la necesidad de los hermanos que tenemos al lado.

                Quiero a mi Madre Reina, pero de mi vida; con un precioso manto de amor, no de hilos de oro. Quiero a mi Madre adornada con joyas, pero no perlas, sino oraciones de hijo que llega a pedirle consejo. Quiero a mi Madre Reina, pero que su trono sea mi corazón para llevarla en andas a donde vaya yo. Porque María, la de Nazaret, la madre de Jesús, la esposa de José el carpintero, tuvo en su vida como trono un Madero en el que murió su Hijo, como únicas perlas las lágrimas que vertió ante el sufrimiento y el dolor, como manto que la cubriese y la protegiese sólo necesitó el amor de su Hijo y de los que le seguían.

                Termino de escribir este artículo el domingo. Si ayer nos despertamos con una maravillosa nevada hoy lo hacemos un fantástico día soleado que hace que los campos nevados aparezcan más blancos con el reflejo de los rayos del sol. Hoy volveré a la iglesia para hablar con mi Madre, para pedirle consejo como hijo, para cantarle por su vida y por todo lo que tengo que agradecerla, pero lo haré con mi corazón desnudo, humilde, austero; y cuando recorra su Imagen la veré igual de sencilla como la joven que fue madre y esposa humilde allá en un hogar de Nazaret.

                Recibid un fraternal abrazo y un apretón de mano izquierda.

                Juan J. López Cartón.

lunes, 2 de febrero de 2015

CUATRO PILARES


                Hoy me siento delante de mi ordenador con la única pretensión de compartir con vosotros algunas nuevas pinceladas de mí. Lejos de querer parecer lo que no soy y de esperar que me veáis con una imagen desenfocada de lo que no me atrevo a ser, solo busco con mis líneas una cosa: compartir.

                Aunque alguno de los que me leéis algo conocéis de mí, la gran mayoría ni se imagina porqué pienso a como pienso; porqué me presento ante el mundo a pecho descubierto abierto a recibir los envites por mi condición de cristiano convencido, de admirador y seguidor de Jesús de Nazaret a la vez de no esconder mis ideas sobre la sociedad, unas ideas teóricamente incompatibles con mi condición de cristiano: no solo por mi respeto, sino mi cariño y amistad hacia los homosexuales, no solo mi oración, sino también mi actuación hacia los desfavorecidos, no solo el conocimiento teórico de lo que me rodea, sino por convivir y compartir momentos y vivencias con las vidas de las gentes de las que opino y por cuyas vivencias y opinión también recibo críticas o lo que es peor: silencioso recelo.

                Hoy lo que quiero compartir con vosotros es una parte de mi yo, que al contrario de lo que se pueda pensar, ha hecho que afronte la vida como la conocéis,   que me rodee de la gente que me rodeo, que me permita opinar de todo lo que opino desde mi conocimiento directo.

                En alguna ocasión me han dicho que tengo pinta de cura; que se me ve el plumero en cuanto abro la boca o simplemente cuando se me trata un poco íntimamente; y no les falta razón, y es que todo empezó cuando solo contaba con 11 años.

                El año 1982, cuando en España solo se pensaba en futbol, porque por primera vez éramos sede de un acontecimiento deportivo mundial, en que en mi Valladolid natal durante unas semanas convivimos con los dueños del petrodólar kuwaití que se ganaron, sin motivo explicable, el apoyo futbolístico de los vallisoletanos además de las selecciones de la desaparecida Checoslovaquia y de nuestros “odiados” vuelca camiones franceses. Pues eso, aquel año para mí fue diferente, yo además de en futbol pensaba en que en septiembre, con el nuevo curso, comenzaría mi vida de seminarista. Hoy día eso no suele suceder, pero entonces las vocaciones se sembraban a esas edades tan tempranas y si para otros aquello era simplemente un internado para mí fue y es el comienzo de mi paso por el seminario.

                Un poco por tradición familiar; ese mismo año mi primo Luis había sido ordenado sacerdote, además de tener ya tres hermanos seminaristas, y un mucho como esfuerzo y sacrificio de mis padres porque recibiésemos una buena educación, ingresé en el Colegio San Agustín regentado por la Orden de los Agustinos Recoletos, donde unos cien seminaristas/internos, convivíamos con cerca de mil quinientos “externos”, muchos de ellos gente “vip” de la sociedad vallisoletana. Allí terminé la E.G.B. (¡¡¡aysssssssssssss  cómo la añoro conociendo los posteriores sistemas educativos!!!) y tuve que decidir, con catorce años, si quería continuar mi camino vocacional en el Seminario San José de Lodosa (Navarra), o daba por finalizada mi etapa. Yo opté por seguir unos años más…

                De esos años, además de cientos de historias que recuerdo como si de ayer se tratase y que habrá tiempo en desarrollar, me quedo con más que una idea, un espíritu: el de Agustín de Hipona, un perenne buscador de la Verdad como cantaría mi compañero por aquel entonces y actual Maestro de Novicios en la Congregación, José Manuel González Durán. Agustín pasó media vida buscando, es más, la otra media vida estoy seguro que aun habiendo encontrado su camino, siguió buscando, porque el auténtico Encuentro solo se tiene cuando se llega al final del camino.

                Con casi 17 años, supongo que porque la vida así me lo tenía marcado, dejé el seminario para continuar mi particular búsqueda, y puesto que siempre he pensado que Dios a cada uno nos llama para algún fin, comencé mi vida activa como parte de la parroquia de mi barrio; como catequista, miembro del coro y del grupo juvenil Hoguera Viva, otra de las “bisagras” de mi vida que me abrió la puerta de un nuevo encuentro.

                Hoguera Viva me sirvió entre muchas cosas, para descubrir a los Misioneros del Verbo Divino. Gracias a ellos conocí a Andrés Lorenzo, y si los Agustinos Recoletos me enseñaron a buscar, los Verbitas me enseñaron un camino, que aunque ya conocía por mi etapa “agustiniana”, revivieron en mí ilusiones que parecían querer huir: la vocación misionera. En el pupilo de Arnoldo Janssen descubrí una vitalidad y una energía por la entrega a los demás que solo los que le conocemos y le hemos tratado conocemos. Andrés Lorenzo lleva ya más de veinte años entregado a la misión con los niños de la calle en el altiplano boliviano con el proyecto CINCA y si bien me queda la espinita de no haber podido tener mi experiencia en el Sur, esa llama misionera se mantiene y se hace efectiva allá donde esté mi persona.

                Durante años colaboré codo con codo organizando y participando en encuentros juveniles, Pascuas, campamentos, Camino de Santiago y otras muchas actividades dirigidas hacia la concienciación y promoción de las misiones junto con el P. Gervasio, heredero a la postre de la labor del Hermano Andrés después de comenzar su vida en El Alto boliviano.

                En esos años además, de la mano de unos amigos que trabajaban en una parroquia, casualmente que regentan los Agustinos Recoletos, en el barrio madrileño de La Elipa, descubro la figura de Juan Bosco y con ello el mundo y el espíritu salesiano: “Me basta que seáis jóvenes para amaros”. Paso a formar parte del equipo de Responsables del grupo “Amigos de Don Bosco” con la misión de fundar un grupo hermano en mi parroquia de Valladolid, cosa que junto a los chavales que habían sido mis pupilos de catequesis cumplo.

                En el año 94 mi vida da un giro y me traslado a vivir a Madrid y después a Alcorcón por cuestiones de trabajo, y en mi continua pasión: búsqueda de la misión a través de los jóvenes continúo mi trabajo en la Parroquia Virgen del Alba, regentada por la SVD, y en la ONG Alba. Un año después participé en un Campo de Trabajo con ellos en la comarca de Aliste, zona rural de Zamora y en el que conocí a la persona que Dios quiso poner en mi camino: Mara, mi mujer. Posteriormente, por ser gaditana ella, este pucelano de pro se trasladó a vivir a Cádiz, donde me reencuentro con mis “orígenes vocacionales” en Chiclana además de con distintos sacerdotes que en su día me marcaron que con los años han asumido responsabilidades dentro de la Congregación: Los Padre Miró y “Ximeno”.

                En resumiendo, que diría el otro, ya veis que casi toda mi vida ha sobrevolado sobre mí la figura de la Iglesia. La he conocido como ya he dicho en otras ocasiones desde dentro, y eso ha hecho que la sienta como Madre porque sus gentes me han dado más de lo que yo podría haberles entregado a ellos: una visión de la vida y unas pautas a seguir y a conseguir.

                Esa es la conjunción que la gente puede encontrar cuando me mira a los ojos: Cuatro pilares; una mezcla de todo lo que me ha ido llenando y marcando en la vida. Hoy día sigo sintiendo esa llamada a seguir buscando, como Agustín de Hipona, a reconocer mi misión en la tierra donde viva como me enseñaron los Misioneros del Verbo Divino y por supuesto, y realmente es lo que más he hecho en los años que llevo de vida, rodearme de jóvenes, como siempre se podía encontrar a Don Bosco, para intentar hacer de donde viva un mundo mejor.

                Si bien esta es una parte de mi vida, a Juan, a mi persona, no se la entendería sin la otra mitad guerrera e inconformista que la madurez en la vida y en mis ideas político-sociales han ido creciendo y evolucionando en mí; aunque de eso ya hablaremos cuando toque…

                Recibid todos un fraternal abrazo y un apretón de mano izquierda.

                Juan J. López Cartón