domingo, 28 de diciembre de 2014

VUELVE A CASA POR NAVIDAD



            Cuando se acercan estas fechas la televisión se llena de anuncios que hacen referencia a la Navidad. La mayoría se limitan a lanzar su mensaje de consumo navideño aunque desde hace unos años cada vez son más los que buscan tocar la fibra sensible. ¿Quién no recuerda ese “Hola soy Edu, Feliz Navidad”, “La chispa de la navidad” y otros muchos? Yo quiero quedarme con el que creo que es el decano de esos mensajes junto a las muñecas de Famosa que se dirigían al portal.

            Estoy seguro que al leer el título de hoy a todos nos ha venido la misma imagen, y es que ese turrón El Almendro nos traslada automáticamente al abrazo del hijo a la madre, a la vuelta del marido después de mucho tiempo fuera, a la sorpresa de la abuela cuando abre la puerta y se encuentra detrás a su nieto retornado. Desde luego que creo que la gran mayoría de nosotros hemos crecido con este anuncio que realmente era el que nos advertía, igual que el Adviento, que sí, que la Navidad ya estaba cerca. Por mucho que los centros comerciales intenten adelantar “su navidad”, para muchos la que realmente nos advertía de esa cercanía era esa tableta de miel con almendras.

            Para un trotamundos como yo, que he pasado más de media vida fuera de casa, cumpliendo el lema del turrón, os aseguro que aunque haya anuncios que despierten mi fibra sensible, el único que me sigue emocionando cada año es el mismo, el que me recuerda que volveré a juntarme con mi familia, mi gente, un año más por la Navidad.

            El hecho en sí realmente se supone que no tiene más transcendencia que la de pasar unos días con la gente que añoras, aunque tratándose de la Navidad va más allá. En cualquier época del año, generalmente en verano, aprovechamos para esas visitas que tanto nos gustan en las que lo pasamos tan bien y hacemos innumerables visitas, actividades, comidas… pero en Navidad eso queda en segundo plano.

            Si para los que creemos en la Llegada un año más de Jesús de Nazaret encarnado en la piel de un Pequeño la Navidad tiene un significado religioso y festivo; para los que dicen no creer en nada, para los que su verdad está unida a otras “alturas”, no es indiferente. Cierto, no por creencias está claro (aunque no por eso renuncian a unos días de solaz), porque dicen que esta fiesta nos la hemos inventado los creyentes, aun así en estos días también se juntan en familia, o incluso con los amigos pero, sin proponérselo, en un ambiente recogido sin buscar en estos días el ritmo frenético que imprimen otras fechas.

            Muchas cosas vuelven a casa por Navidad. Generalmente rodeadas de melancolía, de recuerdos. Hay años que esa melancolía, esos recuerdos, esas añoranzas se envuelven en un ritmo frenético, en un ambiente de obligación que hace que, contradiciéndome a mí mismo, por momentos sienta repulsa por la navidad. Así como suena. Me envuelve un sentimiento de repulsa que hace que me pregunte muchas cosas: ¿por qué y para qué monto el belén?, ¿por qué hemos de juntarnos con gente que no nos apetece, aunque nos unan estrechos lazos?, ¿por qué cambiamos nuestra habitual música por villancicos a los que veces no les encontramos ningún sentido?... La verdad es que ese sentimiento me atenaza últimamente en demasiadas ocasiones, al igual que imagino que habrá gente que se haga esas mismas preguntas porque simplemente no creen en el auténtico sentido de estos días.

            En demasiadas ocasiones echamos la culpa de ese sentimiento de abandono a la falta de gente, como buscando una disculpa para no dejarnos envolver por el auténtico sentido de la Navidad. Nos olvidamos que en Navidad también “vuelven” esas personas a las que echamos de menos. Si lo pensamos fríamente siempre les tenemos en mente: cuando hay un acontecimiento concreto, cuando se da una circunstancia a lo largo del año, mencionamos a esas personas: “fíjate con lo que le gustaba a él o a ella”, “¡Ay si te viese tu padre o tu abuelo!”, “si estuviese aquí…”; sin embargo en esos días la presencia, que no la ausencia, se hace más patente. Recuperamos tradiciones que se tenían cuando estaban, se les menciona con un tono cariñoso como si realmente estuviesen compartiendo estos días con nosotros… ¿y acaso no lo están?

            Los que se fueron siguen entre nosotros todo el año, toda nuestra vida; da fe de ello que no les olvidamos y estoy seguro que si a cualquiera de nosotros se nos invita a recordar un momento con cualquiera de esas personas no tardaremos ni medio segundo en traer no uno, cientos de recuerdos. Eso solo es señal que les tenemos presentes continuamente.

            Vuelve a casa por Navidad. Todos, de una manera u otra volvemos a casa por Navidad, y con nosotros vuelven las personas que marcharon, incluso las que no merecen nuestro recuerdo; esas también vuelven, aunque sea para no recordarlas, porque como he escrito en otras ocasiones también de ellos aprendemos aunque sea a no seguir sus pasos.

            Quiero recordar y compartir hoy con estas líneas algo que sucedió hace diez años, que hace que hoy esté en paz. Me apetece, simplemente, me apetece: Por ser como soy y por los malos entendidos que tantas veces nos esforzamos en crear, alguien demasiado importante en mi vida y yo estábamos no distanciados, sino que revelados el uno contra el otro. Esas Navidades, cuando seguía el dicho del turrón, algo sucedió que nos tuvo a todos en vilo: cosas de niños que quien se acuesta con ellos… La cuestión es que entre las paredes de una habitación de hospital, con aquella criatura peleando por seguir dando guerra como testigo, la chispa de la Navidad hizo que se hablasen las cosas y se abriesen los corazones. Que todo lo que en su día fueron armas arrojadizas en forma de reproches se convirtieran en motivos de comprensión y de unión. Esas Navidades están grabadas a fuego en mi recuerdo, fueron las que peor empezaron y mejor terminaron, aunque tristemente fuesen la antesala para que poco más de tres meses después tuviese que despedir con dolor de hijo pero con amor y paz al que durante años fue mi adversario natural por amor. Gracias a esa chispa de Navidad, en la que un niño ocupando una cuna como el que nació hace más de dos mil años fue testigo, hoy, cuando llego a casa no llego solo. Además de mi mujer y mis hijos viene conmigo y me espera en su butaca el hombre que se refleja en el espejo cada vez que me miro.

            Vuelve a casa por Navidad. Mi deseo para todos que este año, cuando volvamos a casa para reunirnos con nuestras familias, con nuestra gente, cuando recibamos al que llega de lejos, lo hagamos no solo los que aún estamos en este vil mundo, sino que lo hagamos acompañados, y sabiendo que también nos esperan los que nunca se fueron.

            Recibid un fraternal abrazo y un apretón de mano izquierda junto a mis mejores deseos para estos días en los que los creyentes tenemos un Motivo más para creer y los que no, al menos con la disculpa, hacen de estas fechas unos días entrañables.


            Con cariño Juan J. López Cartón

domingo, 21 de diciembre de 2014

HABÍA UNA VEZ...



            Cuando se acerca la Navidad, la televisión nos avasalla con el falso espíritu de la navidad en forma de películas y cuentos navideños que, no negando que tienen su encanto para los que nos sentamos un rato delante de la caja tonta, no dejan de buscar un objetivo tan simple como aumentar su audiencia.

            Hoy voy a tirar por otros derroteros y pasando de tópicos os quiero contar un cuento, pero no un cuento de Navidad, simplemente un cuento, que como todos ellos tiene su parte de realidad y cierta moraleja que cada uno ha de descubrir, porque en eso pienso que la misma lección tiene distinta lectura dependiendo de quién esté al otro lado de los renglones. Pero como iba diciendo:
Había una vez…

            No hace mucho tiempo, en un lugar cercano, tan cercano como la vuelta de la esquina, había un planeta llamado tierra. Decían, contaban de aquel lugar, que estaba repleto de una especie animal a la que denominaban humano. En un principio el humano era uno más en aquel planeta, pero con el tiempo fue ganando espacio hasta constituirse en el dueño de todo. Puso nombre al resto de animales no solo por reconocerlos, sino también para dominarlos y someterlos a su yugo. Actuó igual con el resto de seres vivos, siempre pensando en su beneficio y en su propia complacencia. Además, no satisfechos con eso, marcaron territorios a los que también le pusieron nombre, aumentando las distancias de todo lo que estaba “a un paso”, creando distancias inexistentes por el simple hecho de crear fronteras y barreras. No contentos con ello, además, con las fronteras crearon razas, religiones, tradiciones…

            Los humanos subieron a la montaña más alta, desde la que se divisaba toda su obra y aun satisfechos de lo que vieron, quisieron más… No les bastaba con dominar los animales, las plantas, los continentes; querían también dominar y controlar el avance en aquel su planeta, en la tierra.

            Convocaron para tal fin a los mayores sabios humanos. Llegaron de todos los rincones del planeta. En un puñado de seres se juntaron todas las razas, religiones y tradiciones para discernir la manera de hacerse dueños del preciado y desconocido tesoro.

            Los dueños del planeta les encerraron en un cónclave donde debatieron, discutieron, incluso pelearon cada uno por llevar la razón en sus propuestas de cómo dominar lo indómito. Propusieron mil formas de hacer que todo, a pesar de las decisiones de los hombres, no cambiase. Que todo fuese perdurable tal como lo planteaba el humano, porque sin querer, sin saber por qué, las cosas cambiaban sin ninguna explicación; evolucionaban y se transformaban sin el control de aquel que lo creó tal cual lo concibió. Ninguno de los sabios era capaz de explicar estos cambios, qué era lo que hacía que se escapase del control de sus creadores. Durante semanas estuvieron encerrados intentando descubrir y explicar los motivos por los que todo aquello ocurría.

            Hartos del encierro, pidieron permiso para despejarse y aclarar sus ideas dando un paseo por los jardines que rodeaban la torre del cónclave. En ese paseo, mientras seguían discutiendo y departiendo cada uno sus argumentos, a todos les llamó la atención algo…

            Ajeno a todo, ignorando al grupo de “insignes” personajes que se acercaban a él, un niño hablaba solo, o al menos eso parecía, mientras jugaba con pequeñas piedrecitas chocándolas. Era un niño como otro cualquiera; es más, podría haber sido cualquier niño, sin embargo, sin saber porqué sí ni porque no, atrajo la atención de todos los sabios. Le rodearon con tremenda curiosidad mientras él, absorto en su retahíla de frases sin sentido y en su juego de golpear piedrecitas, hacía caso omiso del corro que se estaba formando en torno a él.

            Después de hacerse el silencio dejando las discusiones entre ellos y tras un rato no haciendo otra cosa que observar al niño que seguía ignorándolos uno de ellos rompió la calma levantando la voz:
            - ¡Eh, tú, niño!
            El silencio continuó unos segundos más ante la falta de respuesta del pequeño y otro, con voz enojada por falta de reacción volvió a decirle, casi gritándole:
            -¡¡Niño, no ves que te están hablando, muestra educación a los mayores y presta atención cuando te hablen!!
            El niño, sin mostrar sorpresa ni susto ante las palabras intimidatorias de quien le hablaba, levantó la mirada sin dirigirla a nadie concreto y musitó con voz dulce:
            -Perdón señores, no me di cuenta que me hablaban a mí. Díganme, qué desean.

            De repente al escuchar la voz del niño, sin ninguna explicación posible, todos sintieron un escalofrío que les recorrió el cuerpo, y ese escalofrío se transformó en pavor al darse cuenta que a su mente empezaron a llegar como a borbotones miles de respuestas que aun siendo sabios, nunca tuvieron. Sintieron aclararse sus dudas en todas las cuestiones existenciales, divinas, humanas, mundanas… menos una: la cuestión que a todos les había reunido allí, y lo más sorprendente: eran conscientes de ello.

            -Habéis llegado hasta aquí de todos los rincones del mundo porque os han convocado para que solucionéis un enigma. Habéis roto la tranquilidad de mi juego que no os molestaba por el simple hecho de creeros más sabios que yo, porque solo soy un niño y os ha aterrado el descubrir cómo os he dado respuesta a todas vuestras dudas con solo levantar mis ojos y abrir mis labios. Tenéis miedo, lo sé, y no deberíais porque realmente las respuestas estaban en vuestras cabezas. Con mi voz solo hice que enseñaros el camino de dónde tenías las respuestas escondidas. Y ahora decidme, ¿qué es lo que realmente queréis, porqué estáis aquí?

            Con el miedo en el cuerpo por lo que el niño les había hecho sentir, sorprendidos, incluso aterrorizados al descubrir las dudas que habían encontrado respuestas, con voz temblorosa le habló el que antes lo había hecho con cajas destempladas:
            -Sabemos que no es necesario que te digamos porqué estamos aquí. Tenemos la certeza que tú ya sabes qué es lo que nos ha traído desde todos los rincones del planeta hasta este punto. Nos has abierto las mentes y respondido las dudas que teníamos cada uno. No obstante, ya que nos lo preguntas: ¿porqué el hombre puede dominar todo el planeta, porqué puede hacer y deshacer a su antojo la historia y sin embargo no es capaz de dominar su avance, de controlar el tiempo?

            El niño de nuevo centrado en su juego, golpeando las piedrecitas entre sí, empezó a hablar sin levantar la mirada: -Hace mucho, en el principio de los tiempos, el hombre se hizo dueño de todo sin pedir opinión a nadie. No preguntaron a los animales si querían servirles, no preguntaron a los árboles si querían darles sombra, no preguntaron al mar y a los ríos si quería refrescarles y darles alimento, no preguntaron a la tierra si quería dividirse y dar frutos para ellos, ni siquiera fueron capaces de preguntarse a sí mismo si querían ser diferentes; simplemente tomaron, hicieron y deshicieron a su antojo. No fueron conscientes que aquella roca gigantesca que dividieron para formar los continentes podría llegar a convertirse en estas piedrecitas con las que ahora juego, no se dieron cuenta que dividiendo los pensamientos, las razas y las costumbres llegarían a tener que volver a juntarlas como han hecho aquí para resolver un problema que no existe, porque el mismo hombre lo creó. Al someter las cosas, al dividir, enriqueció en variedad el planeta, pero esa división en vez de enriquecer al hombre lo distanció y una vez más ha tenido que unirlo en vosotros para buscar la respuesta a una pregunta que no existe.

            El tiempo no es la pregunta, porque es indómito, no se puede ni detener ni recuperar, sin embargo si el hombre es capaz de utilizarlo, no someterlo, adecuadamente, se dará cuenta que las distancias se acortan, que los continentes se vuelven a unir, que el hielo no peleará con el sol para no desaparecer, que los ríos y los mares no se secarán y, sobre todo, que los hombres en vez de distanciarse por culpa de las obras y acciones del mismo hombre, pueden convivir y aprovechar la riqueza de las razas, las religiones, las costumbres que ellos mismos crearon.

            Volved cada uno a vuestra tierra como si fueseis estas piedrecitas que sin afán de volverse a constituir como un nuevo continente son capaces de dar la felicidad a un simple niño; y recordad que las respuestas solo las tiene quien crea la pregunta, y las preguntas, desde el principio de los tiempos, fue el propio hombre quien las hizo.

            Recibid un fraternal abrazo y un apretón de mano izquierda.

            Juan J. López Cartón.

domingo, 14 de diciembre de 2014

DEL VERBO TOLERAR: YO TOLERO, TÚ TOLERAS, ÉL TOLERA...




            Aunque suene pedante hoy quiero comenzar con la definición literal que hace el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua del verbo tolerar:
(Del lat. tolerāre).
1. tr. Sufrir, llevar con paciencia.
2. tr. Permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente.
3. tr. Resistir, soportar, especialmente un alimento, o una medicina.
4. tr. Respetar las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias.

            Alguno dirá que de qué voy y qué pretendo enseñar yo de tolerancia, equivocación por su parte, porque siempre digo que yo no sé nada, como mucho, pienso y creo, pero saber, en mi infinita ignorancia, sé bien poco. Lo que pretendo es que todos aprendamos que algo que se ve demasiado obvio, nos deja con el culo al aire en demasiadas ocasiones a lo largo de nuestra vida.

            Personalmente sólo hay un motivo por el que algo me resulte intolerable y en lo que no estoy dispuesto a cambiar: que la actitud del “intolerado” sea lesiva física o psíquicamente hacia una tercera persona, sin aceptar por mi parte ningún motivo; ni religioso ni cultural.

            Nunca he pretendido desde este, mi particular “speak corner”, remover ninguna conciencia. Ni estoy capacitado para ello ni soy dueño de ninguna verdad nada más que de la mía. Sí me gusta, no lo niego, si una sola de mis palabras nos hace reflexionar sobre la manera particular que tenemos todos de ver las cosas; no para cambiar nuestra manera de ser ni de pensar, sino para darnos cuenta que hay otras realidades igual de válidas a las que cada uno vivimos en nuestra vida y con ello aprendemos a respetar y sobre todo a tolerar.

            Volvamos al tema: el verbo tolerar… muy parecido incluso sinónimo al verbo respetar, aunque particularmente encuentro un matiz que los diferencia. El respeto como tal, en ocasiones no lleva implícito la tolerancia. Como digo, es mi forma de verlo. Es más fácil respetar que tolerar y para explicarlo voy a tomar la tercera acepción del DRAE: Resistir, soportar, especialmente un alimento, o una medicina.

            Si cuando respetamos, admitimos una realidad ajena a la nuestra; cuando toleramos damos un paso más. Si para que una medicina surta su efecto, si para que un alimento nos nutra hay que introducir ese alimento, esa medicina en nuestro organismo, con la tolerancia en general pasa lo mismo, tenemos que conocer y bucear en esa realidad distinta a la nuestra. Eso no nos hace cambiar necesariamente. Juan sigue siendo Juan, no ha variado en absoluto por tomar ese fármaco o esa comida. Sin embargo Juan se beneficia de ese acto.

            Voy a ser más gráfico: todos tenemos un supermercado o una farmacia cerca de nuestra casa. Nos resulta fácil respetar que ese negocio esté ahí. Lo admitimos como parte del “decorado” urbano. Con ello descubrimos que no nos molesta un hecho concreto. Incluso podríamos entrar y pasear por estos negocios sin necesidad de hacer uso de sus productos. Con esa actitud estaríamos respetando porque no supone una molestia para nosotros.

            Otra cosa es tener que consumir alguna mercadería de ellos. Con ello descubrimos que ni todos los alimentos tienen el mismo sabor ni nos gustan igual. El caso de las medicinas es más claro: hay medicinas que saben a rayos. No por saber mal hacen menos efecto en nuestro organismo, pero para que surtan ese efecto tenemos que tomarlos, hacer que pasen a formar parte de nuestro cuerpo, de nuestra realidad. Este hecho no nos hace variar físicamente, pero sí nos ayuda a mejorar, a estar más sanos.

            Os cuento esto para que entendáis el matiz por el que entiendo que hay una diferencia palpable entre estos dos términos tan parecidos.

            En nuestra vida es muy fácil oír eso de: “yo respeto” al resto aunque sean diferentes, “yo respeto” tal situación aunque no me satisfaga, “yo respeto” tal realidad aunque no sea la mía… pero me pregunto después de lo que he escrito: ¿toleramos con tanta facilidad como respetamos? ¿Somos capaces de comprender, conocer desde dentro, introducirnos nosotros mismos en esas realidades tan ajenas, tan dispares, tan diferentes a las nuestras?

            El mundo es una mezcolanza de culturas y razas, de ideologías religiosas o políticas, de tendencias sociales, sexuales. En pleno siglo XXI la tecnología hace que en cuestión de segundos una noticia pueda conocerse en cualquier parte del resto del mundo. Esto hace que no podamos justificar el desconocimiento de casi ninguna realidad pero también hace en muchas ocasiones que crezcan nuestros prejuicios. Son realidades que siempre han estado, pero igualmente siempre se ocultaron. Generalmente, por ser grupos minoritarios, se han considerado casi apestados; ¿o no recordamos una tontería como que el ser zurdo era “malo”? ¿Cuántos zurdos tuvieron que hacerse diestros por los estúpidos prejuicios que había sobre ello? Visto ahora nos reímos de esa situación, pero no está tan lejana en el tiempo.

            Al creyente cristiano, católico, hoy día con la que está cayendo, se le señala con todo tipo de argumentos contra una Iglesia que no es perfecta; ¿acaso alguien es perfecto? Ni la Iglesia lo es: el mismo Papa Francisco lo ha reconocido, ni los cristianos y católicos lo somos; somos humanos y como tal imperfectos y fáciles en la equivocación. Sin embargo, la mayoría de los que critican a la Iglesia, a los cristianos, no conocen realmente lo que siente un cristiano, lo que a cualquier cristiano nos duele cada vez que aquello que amamos comete un error; pero al igual que todos tenemos una madre a la que adoramos y con la que discutimos cuando hace algo con lo que no estamos de acuerdo, que nadie venga a criticarla o a injuriarla, porque sacaremos nuestros dientes para defenderla a muerte. ¿No es cierto eso? Se critica lo que no se conoce, porque se respeta, pero no se tolera. No se molestan en conocer la realidad desde dentro. El trabajo que se hace en “la trastienda” de la Iglesia es desconocido por la gran mayoría de los que la critican.

            Y al igual que los cristianos hoy día nos estamos considerando los grandes atacados y perseguidos, los grandes incomprendidos, hemos de ser humildes y no actuar igual con otras realidades. Sí, así de claro: nos duele que no nos acepten por nuestras creencias, por nuestra fe; pero nos permitimos criticar, demasiado duramente, otras realidades y colectivos como el homosexual. Llegamos a calificar como aberrante, incluso de enfermedad un hecho que no tiene otra explicación más allá de ser diferente a nosotros, y como se hacía no hace tanto con los zurdos, tratamos de ocultar, disimular y hacer que “cambien” a los que dentro de nuestras comunidades lo son. Es así de claro. Aceptamos y respetamos cuando se da el caso a nuestro lado, pero sin TOLERAR, sin tratar ni intentar hacerlo, el conocer lo que siente y cómo se siente. Buscando escusas como lo “antinatura” en algo que debe de aceptarse y acogerse como un hermano más. Pongo el ejemplo de la homosexualidad porque es el más candente ahora mismo, pero no por ser el único. Hay cristianos comprometidos que por suerte no tienen esos prejuicios y trabajan hombro con hombro (tranquilos, no es algo que se contagie como el ébola) con este colectivo y con otros muchos: presos, enfermos de sida, prostitutas… y cuando hablas con ellos todos destacan una cosa: El trabajar, conocer y vivir esas realidades no resta. LA TOLERANCIA SIEMPRE SUMA.

            Sé que como cristiano, como conocedor del Evangelio, debo amar al prójimo como a mí mismo. Acoger al que es diferente por cómo es, no por lo que es. Defiendo cada día, en el ámbito que me toca, a una Iglesia que con sus errores amo y me hace sentirme amado. Tengo amigos homosexuales, marxistas, de derechas, de izquierdas a los que quiero. Ese cariño que les profeso y que siento como recíproco, ha llegado después de tolerarles, de conocer sus ideas, de zambullirme en sus sentimientos y no por eso yo me he hecho homosexual, prostituta o drogadicto. Todos me han hecho verme frágil por mis prejuicios, pero también me han hecho crecer como persona y como Cristiano.

            Un fraternal abrazo para todos y un apretón de mano izquierda.

            Juan J. López Cartón.

martes, 9 de diciembre de 2014

JUGANDO A SER MAYORES




JUGANDO A SER MAYORES

            El 7 de marzo de 1989 está marcado en mi calendario vital como el día que cumplí la mayoría de edad. Sí; ese hecho siempre está señalado para toda persona, sobre todo por la supuesta madurez que nos da la Constitución española desde su reforma de 1978, en la que se redujo de los 21 años a los 18 (Este hecho realmente se produjo un mes antes de la firma de la Carta Magna). La verdad es que algo socialmente tan vital como entrar a formar parte del censo electoral, o en el aspecto más arcano “hacer lo que nos dé la gana”, a mí me importaba un bledo. Yo me sentía totalmente igual que el día anterior, pero la Ley, la Constitución, decía que yo ya había pasado de ser un niño a un ser maduro socialmente capaz de asumir mis responsabilidades como ciudadano. Pero una cosa era cierta: ya era mayor de edad.
            Se oyen voces que piden cambiar de nuevo esa marca en nuestro calendario vital y reducirla ahora a los 16 años. Por otro lado, el partido político VOX me sorprendió hace unos días  proponiendo que los menores de edad puedan votar, ejerciendo ese poder eso sí, en la figura de sus padres; esto ya fue lo que me hizo alucinar del todo.
            En este contexto comienzo a plantear mi opinión, siempre personal, de lo que pienso que está ocurriendo y lo que para mí es peor: lo que puede llegar a ocurrir; dado que como ya planteaba en mi artículo de la semana pasada los “mayores” nos hemos empeñado en tener niños adultos/viejos, con las obligaciones que eso supone por entrar en un juego que no es el suyo. Un juego que pretendemos que pase  de los patios del colegio, del “descampao” a las urnas, sin seguir el ritmo natural del proceso que les debe llevar hasta  la madurez.
            Por supuesto que soy partidario que los niños deben conocer lo que es la democracia, incluso participar en ello siempre que se pueda, pero no podemos cargar sobre sus espaldas infantiles el peso de una madurez que no tienen. Nuestra responsabilidad como padres es educarlos y prepararlos en una democracia, en una participación activa sabiendo que eso llevará a crear personas responsables, pero los primeros que debemos ser responsables en cómo hacerlo somos los propios adultos.
            El primer ámbito en el que se desarrolla cualquier niño es el del hogar. Está claro que el término hogar es muy heterogéneo, ya que tan hogar es una familia “estructurada” como “desestructurada” (utilizo términos habituales para definirlos aunque no esté de acuerdo en sus concepciones) o como un orfanato o incluso un reformatorio. La suerte y las circunstancias hacen que cada niño disfrute o sufra de un entorno propio que hará en parte de horma para el adulto en que se convertirá en el futuro.
            Por decir lo siguiente se me puede tachar de muchas cosas, y ninguna buena: “La vida en familia, el entorno del hogar, para los hijos, no es ninguna democracia; debe tener tintes de dictadura”. Me explico: desgraciadamente en demasiadas ocasiones, en un afán de dar una falsa libertad a nuestros hijos, se cuenta con su opinión a la hora de decidir acciones y cosas vitales que ocurren en el seno familiar. Cuando esa opinión se convierte en una opción y una posibilidad dentro de los planes, puede ser enriquecedor para lo que se haya planeado; el problema es que cada vez se otorga más peso a las opiniones y opciones de nuestros hijos y se llega a una profunda tiranía por su parte en la que se vive, se actúa y se hace todo para ellos. Organizamos la vida familiar siempre contando con lo que a ellos les apetece o les gusta, sin valorar que muchas veces esos gustos, esas apetencias, no son realmente enriquecedoras para su crecimiento como personas maduras. En demasiadas ocasiones nos encontramos con niños que cuando no se hace lo que a ellos les apetece no digo solo que se revelan, sino que llegan a proferir tremendos chantajes emocionales hacia sus progenitores. Hemos roto la frontera en la que los hijos respetan las decisiones de los padres. Hemos hecho creer a nuestros hijos que nuestras decisiones no son reflexionadas para su provecho, sino que solo se toman para beneficio de nuestro, con lo cual, si tomas cualquier decisión sin contar con su beneplácito, se convierte en una decisión en su contra.
            Poco a poco esa forma de actuar se ha traducido en una responsabilidad hacia ellos: “La familia disfrutará si tú disfrutas”, con lo cual se ha ido anulando el respeto y la aptitud de cualquier cosa en las que ellos no den su visto bueno. Como ya contaba en mi anterior artículo… “qué difícil es ser padre”.
            Todas estas cosas hacen, volviendo al título del artículo, que los niños de hoy día en vez de jugar a ser niños, con sus trastadas, con sus chiquilladas, con los correspondientes disgustos y quebraderos de cabeza para los padres, se estén convirtiendo en “viejos” en los que su responsabilidad es decidir cosas que no les competen. Porque sin querer, sin darnos realmente cuenta de ello, los adultos también nos acomodamos, y nos acostumbramos a la facilidad que los planes los hagan otros, aun sabiendo que no son convenientes.
            Las responsabilidades de los niños deben ser las esenciales para ellos. Las que hacen que crezcan en madurez a su debido momento. No podemos intentar acelerar un proceso que debe durar el tiempo correspondiente. Al igual que si intentamos que una masa fermente de golpe, acelerando su crecimiento; podemos encontrarnos que esa masa, una vez retirada de la fuente de calor que le hizo crecer rápidamente, se venga abajo de golpe, convirtiéndose en harina, huevo y poco más. Una amalgama de ingredientes que por no darle su tiempo correspondiente se revela y se hace inservible.
            Los niños deben conocer y aprender a valorar el esfuerzo y las obligaciones de los mayores, que hacen que ellos tengan lo que tienen. Darse cuenta y valorar que su vida de niños, sus obligaciones de niños, deben ser sencillas: el colegio, ayudar y colaborar en las tareas que se les encomiende en casa y poco más, sin someterles a decisiones que corresponden a los mayores. Si guardo tan buen recuerdo de mi infancia estoy seguro que es por eso. Mis padres; mi padre era una persona estricta, incluso severa; mi madre en su papel, amorosa, acogedora. Los dos se complementaban perfectamente, y los dos organizaban la vida familiar, y sin necesidad de consulta. Siempre conseguían el consenso por el simple hecho que nosotros, como niños, respetábamos y entendíamos que ellos tenían el papel de decidir, y lo que se decidiese se hacía con el amor de ambos hacia nosotros. Por supuesto que nos revelábamos cuando llegó el momento, pero hasta en eso, las decisiones como tal, eran tomadas por ellos, siendo siempre nosotros los beneficiados.
            Ellos me hicieron crecer madurando, no madurar creciendo, que es lo que pretendemos hoy día. Pretendemos cambiar el orden lógico de la evolución: es necesario crecer para madurar, no madurar para crecer.
            Demos el tiempo necesario a nuestros hijos, a los niños, para madurar poco a poco. Ya habrá tiempo en que la vida les obligue a tomar decisiones, a toparse con muros que deberán saltar, pero ahora dejemos que sean ellos los que se limiten a saltar la tapia del “descampao” para descubrir lo que hay detrás.
            Me despido con un fraternal abrazo y un apretón de mano izquierda.

            Juan J. López Cartón.