domingo, 30 de noviembre de 2014

EDUCANDO QUE ES GERUNDIO


            “Porque fuisteis y sois mi escuela, porque de vosotros aprendí la dureza de ser padre y la dificultad de ejercer de ello”.
            Tenemos un problema Houston, que dirían en el Apolo XIII. ¿Qué está ocurriendo con los chavales y los jóvenes que parece que se han pegado un “leñazo” con un poste de la luz y se han quedado entre lelos y “ennortáos” que dirían en Granada (porque acarajotáos que es más gaditano suena también más feo)?
            Es más… ¿Qué nos está pasando a los padres de hoy día que tantas veces parecemos más perdidos que un pulpo en un garaje a la hora de educar a nuestros hijos?
            Estas son dos preguntas que me hago todos los días por varios motivos. Me cuestiono continuamente el sistema educativo en que estamos criando a nuestros hijos y cómo los padres estamos asumiendo un rol en el que no sabemos ni somos capaces de entender a nuestros hijos. La reacción inmediata, estoy seguro que, será que la mayoría de los padres piensen que estoy diciendo tonterías, porque entendemos, conocemos y sabemos lo que quieren nuestros hijos y por desgracia en la gran mayoría de los casos, para desgracia nuestra, estamos más que equivocados.
            No me considero mal padre si lo veo desde el prisma de la opinión ajena. Todo el mundo que conoce a mis hijos, los trata o simplemente se cruzan con ellos se deshacen en elogios hacia ellos y por ende hacia Mara y hacia mí por lo educados, lo agradables, lo simpáticos... (no sigo que se me va a ver el plumero) que son. Esto no hace sino tranquilizarme que tan mal no lo estaremos haciendo; yo a donde quiero llegar es a dar una vuelta más a la tuerca.
            Una tuerca que demasiadas veces parece que hay que echarle Tres en Uno en lo que después se vive en el día a día en casa con la disciplina, los estudios, las reafirmaciones de su propio yo. Una tuerca que todos en la vida tuvimos que ir apretando con nuestros padres porque a veces se nos olvida que nosotros también fuimos hijos y vivimos e hicimos vivir la misma situación a nuestros progenitores a la que hoy nos someten nuestros vástagos.
            Pero volvamos al gerundio: educando. Muestra una acción continua, no instantánea. Es más, en este caso yo diría que plural, porque la educación no es algo que solo pueda hacer una persona ni en un solo ámbito. Nos podemos dar cuenta que es una acción plural porque en ella intervienen varias figuras: los padres, los profesores, los amigos…, y varios ámbitos: el hogar, el colegio, la calle y cualquier ambiente en el que nos movamos.
            Muchas veces aparece, cuando nos referimos a educar, la dejadez de funciones; nos liberamos de parte de nuestra carga-responsabilidad de esa educación para descargarla sobre los hombros y sobre las conciencias de otros. El caso más claro que observo hoy día es el de colegio – hogar. Excusándonos en el ritmo de vida que llevamos, en el que apenas disfrutamos de nuestros hijos, delegamos a veces demasiada parte de esa educación en los centros escolares, pretendiendo que sean los profesores los que “eduquen” a nuestros hijos, cuando la educación básica debe partir de nosotros mismos, y lo que es peor, y la experiencia me lo ha hecho ver, cuando estos mismo profesores ejercen de nuestra dejadez, desautorizamos y condenamos sus decisiones y sus opiniones. Todos nos equivocamos, pero se nos olvida que lo que no podemos hacer es quitar la autoridad cuando nos convenga de aquel que en su medida hace más de lo que debe o de lo que es su cometido.
            Otra cosa que veo, que me chirría, es cuando creemos que para educar mejor nos tenemos que hacer amigos de nuestros hijos, alumnos o educandos en general. Craso error. Un padre al igual que un educador o un profesor debe ser ante todo padre, educador o profesor. Está de moda el hacerse colegas en un intento de ganarse la confianza o la complicidad de los chavales y me temo que si se es colega se pierde la autoridad necesaria a la hora de tomar ciertas decisiones que a partir de ese momento nuestros hijos o alumnos considerarán como una traición, con lo cual conseguiremos el efecto contrario: el padre-colega se convertirá en enemigo, simplemente en eso. El problema no es dejar de ser su colega, su confidente porque perdemos su confianza por ejercer de lo que tenemos obligación, el problema es que también dejamos de ser padres. Nuestros hijos dejan de vernos como esa figura a la que hay que respetar; porque a un enemigo no se le respeta, de la que hay que aprender; porque de un enemigo no hay lección útil que nos sirva, que hay que querer; porque al enemigo hay que odiarle.
            Los niños de hoy día no tienen nada que ver con los de hace veinte o treinta años. Nos encontramos cada vez más con “niños viejos” de ocho, diez o doce años, y es que en ese afán de superprotección al que sometemos a nuestros hijos hoy día, a causa de esa burbuja en la que les hacemos que entren para que no les pase nada, para que nada les dañe, los niños de hoy no saben ser niños. Cuando vas a una plaza pública es extraño encontrar niños jugando, corriendo, trasteando. La mayoría de veces los encontramos “enganchados” a la maquinita porque a muchos se les ha olvidado jugar. La sociabilización de la que disfrutábamos antes al salir del colegio, o después de hacer “los deberes” ha ido desapareciendo y lo habitual es que los chavales queden en casa de algún amigo para jugar a la Play o a la Wii o a algún juego del ordenador (por no hablar de los que hacen eso mismo cada uno en su casa gracias a la maravillosa tecnología on line).
            Los adultos queremos tener niños adultos, obligándoles a entrar en el “juego” de los adultos; aunque eso lo desarrollaré en otro post.
            Como he dicho y confesado, cada vez me encuentro más perdido a la hora de hacer de padre, y lo dice alguien que además de padre desde hace catorce años, soy educador-monitor que en casi cuarenta y cuatro años lleva trabajando desde los diecisiete en lo que es mi pasión: los niños y sobre todo los jóvenes.
            Recibid un fraternal abrazo y un apretón de mano izquierda.

Juan J. López Cartón.

domingo, 23 de noviembre de 2014

TRADICIÓN O "EL BOCA A BOCA"




TRADICIÓN O "EL BOCA A BOCA"

                Este verano, un año más, volví a mi tierra: Valladolid. “Subir” a casa, normalmente un par de veces al año, para mí tiene muchos sentidos; el principal y personal: ver a mi madre y a mis hermanos.
            Digo que tiene muchos sentidos porque el simple hecho de pasar unos días rodeado de “mi gente” conlleva muchos matices, no tanto para mí, sino los que quiero transmitir a mis hijos.
            Allí un año más, en Tordehumos; el pueblo de mi madre, disfrutamos de su Mercado Artesanal, y sobre todo de algo que aunque pueda sorprender, esperaba reencontrar después de varios años: el concierto del grupo Mayalde. Un grupo de música tradicional que resulta ser, más que un concierto, una lección de lo que nos empeñamos en perder: la tradición.
            Mayalde es un grupo salmantino (de La Maya) formado por un matrimonio y sus dos hijos en el que todo su repertorio incide en cómo en los tiempos que corren se está perdiendo el espíritu de nuestros antepasados. Una herencia que sucumbe ante una sociedad con prisas que hace que nos olvidemos de lo más importante: LAS PERSONAS. De verdad os recomiendo que, si tenéis un rato, echéis un ojo en Youtube y además de reíros, disfrutareis de una lección de la necesidad de transmitir lo que somos, de dónde somos y lo que en su día nos enseñaron nuestros mayores.
            Todo esto venía a colación de cuán necesarios se me hacen mis viajes a mi tierra, Castilla: tradición e historia unidas en las manos y boca de rancios castellanos; no “secos” ni “estiraos”, sino rancios, lo que da la dureza del clima y de la vida. La necesidad de transmitir a mi hijos que ese cordón umbilical hacia nuestros orígenes no se puede cortar en ningún momento, porque aunque nuestros caminos (de nuevo el camino, siempre el camino), en un momento se dividen y cada uno vivimos la vida que nos toca, nuestros orígenes: padres, hermanos, tíos, primos, amigos… siempre estarán allí donde los dejaste, y transmitirles también ese hormigueo que siento yo cuando se acerca la fecha de volver a coger la carretera y llegar a mi querida tierra.
            Me hace ilusión que mis hijos, al igual que yo, se sientan inquietos cuando se acerca el reencuentro con su abuela, sus tíos y sus primos. Me encanta que, además, muestren inquietud por reencontrarse con los hijos de mis amigos de toda la vida, Javi´s, Jose, Eva, Manoli… con los que han creado su propia pandilla allende Despeñaperros y cuyas citas, cuando por circunstancias o por falta de tiempo no se llevan a cabo, son ellos los que tanto como yo, echan de menos.
            Y si las raíces… “quiénes somos, adónde vamos, de dónde venimos…” son necesarias, también lo son las tradiciones que nos dejaron los que nos abrieron el camino. Me da pena; casi vergüenza, cómo los niños, y los que ya no lo son tanto, no conocen ni saben cosas tan simples como que un almirez toda la vida además de ser un útil de cocina, cuando nos juntábamos alrededor de una mesa, se convertía en un instrumento de percusión, que la leche sale de la teta de la vaca, no del tetrabrick (esto es verídico), y necesiten ir a una granja escuela para poder ver en directo una vaca, un cerdo, una cabra y una gallina (con todo el cariño para mis amigos que trabajan en estos centros).
            Me da pena que algo que toda la vida se ha hecho, la tradición oral, del boca a boca, normalmente al calor del brasero o la chimenea, o simplemente “al sereno”, mirando las estrellas en verano, ahora necesitemos “Centros de Interpretación”, para entender que una cabra es distinta a una oveja aunque las dos den leche. Que antiguamente la matanza del cerdo era una fiesta en casa que se abría a todo vecino que se dejase caer para probar la sangrecilla aliñada, o la “asadurilla”; mientras que ahora, por la cantidad de porquerías que respiramos y por el miedo a yo que sé, el cerdo haya que “sacrificarlo” (matarlo queda feo) en un matadero oficial y que te lo devuelvan “en canal”, perdiendo todo lo que simbolizaba este acontecimiento doméstico y les hayamos acostumbrado que todo se puede comprar en la charcutería sin explicarles el proceso hasta que llega allí.
            De siempre, en esa mesa, al calor de ese brasero, se hablaba y se entre los hermanos hacíamos competiciones a ver quién era capaz de decir más apellidos, haciendo un ejercicio de recuerdo a nuestros ancestros. Ese cisco, consumiéndose en la copa, era testigo del repaso de la lección, de si nos sabíamos ya la tabla del ocho, de aprendernos el catecismo y los rezos… hemos dejado de bajar a la calle con ellos para enseñarles a bailar la peonza, a jugar a las chapas, a las tabas…  y a mil juegos que hemos dejado que sustituyan por videoconsolas y ordenadores que solo fomentan el encerrarse y el juego en soledad.
            Nos hemos convertido en culpables y en cómplices de que por culpa de nuestra desidia y descuido hemos ido dejando en el olvido y perdiendo la oportunidad que nuestros hijos puedan hacer lo propio con los suyos.
            Termino con algo que heredé de mi padre, como él lo heredó del suyo y es el hecho de ser refranero; un par de refranes que nos recuerdan el respeto y la necesidad de escuchar a nuestros mayores:
.- Del viejo, el consejo.
.- Cuando habla el viejo, quien no lo escucha es necio.
            Una semana más; me despido con un fraternal abrazo y un apretón de mano izquierda.

Juan J. López Cartón.

domingo, 16 de noviembre de 2014

CONVERSIÓN




            Las líneas de hoy quiero dedicarlas a una persona: a Mª Luz, mi madre; ¿Porqué? Muy simple, porque al igual que Mónica, la madre de Agustín, es la gran artífice no solo de lo que hoy soy yo, sino también Javi, Emilio, Chuchi y Miguel, mis hermanos. La persona más luchadora, consecuente y amante que conozco. La persona que en la sombra siempre veló y vela por mis sueños y mis desmanes en esta vida. Otro día os hablaré de ella porque, junto con mi padre Hilario, lo merecen.
            Como iba diciendo… CONVERSIÓN. Generalmente rodeada de un halo místico, y reflejo sobre todo de la vida de alguien como Agustín de Hipona: San Agustín. Aunque como ya habréis ido viendo en mis anteriores artículos mi misticismo es bastante particular ya que yo más que ascender y levitar soy de tener los pies en el suelo y además de orar y reflexionar, cosa por otro lado muy necesaria para mí, soy más de aquello de “a Dios rogando y con el mazo dando”.
            Nuestra vida es una continua conversión en cualquier aspecto: humano, espiritual y social. Todos nacemos como si fuésemos un folio en blanco, un folio que llenamos poco a poco conforme vamos avanzando día a día, año a año en la vida. Al principio, de recién nacidos apenas avanzamos en la escritura de nuestra historia y las primeras páginas de lo que luego se convertirá en el libro de nuestra vida se van escribiendo muy poco a poco, porque aparte de tener poco que decir, casi no tenemos tampoco cosas que contar desde la comodidad de una criatura a la que todo se le debe hacer. Conforme avanzan los años, como decía, las páginas se van llenando más rápidas con nuestros avances: nuestra primera palabra, nuestro primer paso, nuestro primer coscorrón con la silla o la mesa de turno… pero ya no hay vuelta atrás; a partir de ahí ya no paramos de escribir ni reflejar cómo, día a día, año tras año, nos vamos transformando, sufriendo una conversión en lo que llegaremos a ser.
            Nuestra vida, desde ese momento va paralelo a la conversión: dejamos de ser bebés para convertirnos en niños, que dejamos para convertirnos en adolescentes y después de convertirnos en jóvenes “maduros” hacemos de nuevo una conversión para llegar a ser hombres y mujeres “de provecho” o de “desecho”.
            Cada conversión que se sucede conlleva a una transformación. Desde niños recibimos una educación en el seno de nuestros hogares; la base, generalmente, de lo que seremos en el futuro lejano. Siempre he sostenido que lo que mamamos de nuestros padres nos marca para toda la vida. No tanto por lo que llegaremos a ser, sino por cómo lo llegaremos a conseguir. En un hogar donde se educa en valores, en respeto, se puede llegar muy lejos o muy cerca, pero cualquiera que nos tropecemos en cualquier momento, percibirá esos valores y ese respeto; seas un gran arquitecto de renombre o un barrendero de cualquier barrio en los que vivimos.
            Por suerte no van necesariamente parejos, ni falta que hace, la educación recibida con los méritos ni logros académicos. Conozco labradores, pastores, panaderos con una sensibilidad hacia el prójimo que ya les gustaría a muchos abogados, jueces y demás repertorio de licenciaturas. Perdonad, me estoy yendo como casi siempre del tema… o no, no creo.
            Cada persona sufre su propia conversión; la conversión no entiende de clases ni de estratos sociales. Nuestra conversión debe ser constructiva hacia nosotros mismos y  hacia cómo afrontamos la vida con los demás, puesto que somos seres sociales por naturaleza (sí, cierto, también hay excepciones en eso).
Motivos de conversión pueden ser cualquiera: unos padres, un maestro, un amigo o enemigo… un acontecimiento puntual de nuestra vida; pero todos, sin falta, hacen que nuestra cabeza se vaya amueblando hacia un lado u otro. Y como decía antes, la vida es una continua conversión puesto que nos vamos encontrando y cruzando con tanta gente, nos van sucediendo tantas situaciones, nos vamos enfrentando a tantos conflictos, que la manera de afrontar todo esto hace que nuestra madurez sea una continua evolución, una continua conversión.
            Algo que no quiero dejar escapar es la necesidad de estar abierto a esa conversión. Cómo hemos de tener nuestros corazones, nuestra mente, abierta y sensible a los cambios que pueden llegar a nuestra vida, con la opción de elegir, si nos merece la pena, optar por acoger ese cambio en nosotros para ser mejores personas. El dilema está en la capacidad de cada uno de saber elegir y saber rectificar si vemos que el cambio fue una equivocación, porque la conversión no es irreversible; por suerte siempre hay un punto en el que podemos volver al punto anterior y siempre con la puerta abierta, dejar que entren o salgan esas opciones que nos aportan o nos restan.
            Así llego a la conclusión que todos, cada uno de una manera claro, sin distinguir de pensamientos, realidades, ideologías políticas o religiosas, sustentamos nuestras personas, lo que somos en cuatro pilares: camino, oración-reflexión, lucha-protesta-acción y conversión.

            Recibid un fraternal abrazo y un apretón de mano izquierda.

domingo, 9 de noviembre de 2014

POR EL CAMINO DE ENMEDIO






            Cuando alguien habla de algo, de lo que sea, es imposible que por muy objetivo que sea, por mucho que intente ser imparcial; su halo, su espíritu, su cultura y su “yo”, rezumen en cada palabra la propia vida de la persona.
            Por mucho que lo pretendamos, no podemos ser imparciales en nuestra exposición, en nuestra opinión. Nuestra cultura, nuestras creencias, nuestras tendencias políticas y sociales, de una manera u otra, se reflejan en la manera de expresarnos y en el contenido final de lo que exponemos.
            Yo no soy menos, y por mis poros transpira una educación clásica, de los años 70/80, católica, una etapa de seminarista; base de mi “Yo”. En esa base, en esa educación, entra el respeto hacia los demás; lo que conlleva además al respeto de los demás hacia nuestra persona, hacia nuestras ideas y hacia lo que con los años nos hemos convertido: en personas.
            Soy católico; desde hace más de 43 años lo llevo por bandera y mi pendón luce una cruz que refleja mi realidad y mi fondo. Una bandera, un pendón cual cruzado medieval, que dispone a la batalla sus armas, frágiles, pero mis propias armas a fin de cuentas.
            Quien me trata un tiempo, quien me conoce con los años, sabe de qué pie cojeo. Sabe que mis ideas no son de un cristiano-católico al uso; que más que escorarme, camino por el lado izquierdo. Mis ideas no son de de limitarme a la oración; necesaria, por supuesto, sino de ser una chinita en el zapato del que creo que actúa inconsecuentemente con el papel que le ha tocado desempeñar en este mundo. Jesús no se limitaba a orar; daba de comer al hambriento, curaba al enfermo, recriminaba al fariseo y sobre todo, y justo antes de terminar su vida terrenal, sirvió a sus semejantes en un acto de humildad como lavar los pies a sus propios discípulo. JESÚS DE NAZARET ERA UN REBELDE. Vino al mundo a destruir el Templo y volverlo a levantar en tres días.
            Pecaría de muchas cosas si me comparase con Jesús de Nazaret, por supuesto, ya que no llego ni a las suelas de sus sandalias llenas de polvo de andar por los caminos. Lo que sí puedo presumir es que, para mí, es mi ejemplo a seguir, mi meta en un mundo que por desgracia se rige por demasiados prejuicios; en los que si eres católico y lo llevas por bandera eres un fascista y si eres de izquierdas eres un “perroflauta” anarquista y que vive el libertinaje al límite.
            Si me sacase una foto en un fotomatón para hacerme un “carnet virtual de ADN”, lo que se vería sería a un cristiano (seguidor de Cristo) convencido, rebelde y crítico con lo que creo que se podría hacer de otra manera; sería un “rojo” católico. ¿Es posible eso? Yo creo y afirmo que sí por dos motivos: porque yo soy así y, aunque seguro que habrá gente que se eche las manos a la cabeza por decir esto, porque creo y estoy convencido de que Jesús de Nazaret fue el primer comunista; por cómo vivía, cómo pensaba y cómo actuaba.
            Entre los amigos que cuento, de los que hay de todo, uno de ellos, Manolo de la Puente; quien fuese Vicario General de la diócesis de Cádiz-Ceuta, un día en una charla en la que participábamos Mara, mi mujer, él y yo, y en la que conversábamos sobre la Iglesia, la institución, y los tiempo que corren, yo mostraba mi rebeldía natural, mi disconformidad con pasos y decisiones que se toman y le decía a mi buen amigo y en más de una ocasión confesor “Manolo, yo es que no puedo con esto, ver cómo se predica una cosa  desde un presbiterio y esas mismas personas en la vida no reflejan lo que predican es superior a mí, me declaro un “católico protestante”, a lo que Manolo, con su sabiduría y su voz calmada habitual, cosa que me tenía enamorado, me respondía: “Ay Juan, no es malo el pensar diferente y revelarse con lo que se ve injusto, pero no me seas católico protestante, sé mejor un católico protestón”.  Pues eso, me declaro públicamente como un católico protestón. Por cierto, si llegas a leer estas líneas, Manolo, te mando un abrazo muy fuerte de parte de toda esta familia que aunque hace mucho que no nos vemos, sabes que te queremos un montón.
            Llevo desde los 11 años viviendo entre sacerdotes: años de seminario y posteriormente, porque considero que mi vocación sigue estando unida inexorablemente a Jesús de Nazaret, trabajando en todas las parroquias a las que he pertenecido. Mis experiencias, en todos estos años, serían un gran collage con sorprendentes momentos y vivencias y también, por supuesto, con grandes nubarrones que no por negativos los descarto y olvido, sino, como ya escribí en mi anterior post, de los malos momentos y de las personas que no piensan igual e incluso nos crean una confrontación, también se aprende y nos ayuda a avanzar en nuestro camino.
            Como dije antes, entre mis amigos se cuentan, como en un cajón de sastre, todo tipo de personas, con todo tipo de creencias, ideologías, tendencias sexuales y sociales. Todos me respetan con mis ideas católicas al igual que yo a ellos los acepto tal como son. Esa es la maravilla de la comunicación y de la convivencia, “mi libertad termina donde empieza la de mi prójimo”, y si Dios nos hizo libres, como consecuentes que son Él, y su Hijo, esa libertad se transforma en Amor, con mayúscula, cuando se trata de un ser creado y amado por el Padre.
           Podéis pensar: “¿Qué me importa a mi quiénes son tus amigos?”, y la respuesta es clara; sin todos esos amigos, yo no sería yo. Todos ellos han hecho que yo sea hoy día la persona que soy; desde el Hermano Enrique, pasando por el Padre Aurelio o mis amigos Manoli, Eva, Jesús, Antolín y todos los que puedo contar en mi mente, han ido haciendo de mí, construyendo en mí, a la persona tolerante y dialogante, rebelde e inconformista que soy hoy día. Y sé que si Dios quiere, Él mismo pondrá en mi camino a muchas otras personas que convirtiéndose en sus manos de alfarero, sigan modelando mi corazón y mis ideas para aprender a seguir amando a todos por lo que son, no por quién son.
            En este contexto, que puede parecer una declaración de intenciones, me dirijo desde este medio a todo el que me quiera leer y escuchar. Sí, digo escuchar porque yo personalmente cuando leo un texto, en mi cabeza, intento ver a la persona, muchas veces sin cara, cómo me trasmite lo que escribe, cómo en sus labios las palabras suenan de otra forma, no solo como simples letras unidas en un texto. Eso me ayuda a intentar comprender, aun en las posibles diferencias, a la persona que meditó esas líneas antes de plasmarlas en un papel... o en la pantalla digital.
            Estoy seguro que si me lo permitís, desde este medio me iréis conociendo, porque yo iré compartiendo esas vivencias y experiencias que me han ido, y continúan, transformando en la persona que soy.
            Sin más me despido una semana más con un fraternal abrazo y un apretón de mano izquierda.

            

lunes, 3 de noviembre de 2014

LA NECESIDAD DE CAER

LA NECESIDAD DE CAER


                “Y  ¿de qué quieres que escriba? No creo que tenga nada que contar que pueda resultar interesante, y mucho menos creo tener capacidad de hacerlo con un nivel como el tuyo”. “Juan, tú tienes mucho que contar. Tus vivencias, la naturaleza, tus excursiones, tu experiencia…” 
                Y allá voy yo que no sé decir que no, y aun sin creerme que tenga ese don de transmitir como me dices, Jesús, acepto tu reto y me siento delante de la pantalla, con mi teclado, como si fuese una antigua Olivetti, para procurar plasmar en unas líneas aquello que me encomiendas.
                En mi blog, perdido y cogiendo polvo en algún lado del espacio cibernético, siempre he sido bastante recurrente con una idea, incluido en el nombre “Ultreya: camino a renglón seguido”: el camino. Un camino que se convierte en Camino, con mayúsculas, desde el momento en que cientos de personas pasan a formar parte de él; personas con nombre y apellidos.
                Y es que la vida es así de caprichosa. Basta que quieras mantenerte sentado, limitándote a observar como son los demás los que caminan y avanzan; cómo son los demás los que se caen y levantan mientras tú, desde el silencio y el anonimato te limitas a intentar aprender de los errores  de los demás, nada más alejado de la realidad: Uno aprende que tiene que caminar. Que es imposible no hacerlo, no caerse, no levantarse, no solo ver cómo lo hacen los otros, sino que hay caminar, caer y levantarse uno mismo, y más aún, viviendo cómo otros caminan, caen y se levantan contigo.
                No soy hombre de citas literarias, no por poco leído, sino por poco atento a la lección y a las letras. Soy más bien, como lo viví en mi padre, de dichos, vivencias y de historias populares, y cuando alguien comparte camino conmigo, no encuentra al erudito literato; más bien al “cateto letrado” que se hace día a día a sí mismo mientras se ve reflejado en la imagen del espejo de los que le pusieron a andar su propio camino: sus padres.
                Quiero levantarme de la comodidad y del frescor que me brindan la sombra y el aroma a no hacer nada y volver a emprender caminos que desde hace tiempo tengo abandonados. Por supuesto que es imposible hacerlo porque nunca, por más que lo queramos, dejamos de caminar. Nada tan cierto como esto: El tiempo es camino y si el tiempo no se puede parar, el caminar tampoco. Como mucho podemos ralentizar nuestro paso, en un intento de no avanzar, de no afrontar lo que no queremos que llegue; pero desgraciadamente para los que pretenden limitarse a solo ver pasar la vida, tengo una mala noticia para ellos: eso no es posible.
                Nos podemos mostrar impasibles ante lo que vemos. Miramos para otro lado en un afán de detenernos en el camino. Que sean los demás los que avancen mientras nosotros nos paramos con tal de no tropezarnos con alguien o con algo que no nos agrada, y somos tan estúpidos que no vemos la Verdad en ello: “lo que no te mata te hace más fuerte”.
Todos, nos guste o no, nacemos para caminar y nos creemos tan grandes, tan egocéntricos muchas veces, que somos incapaces de reconocer en todo lo que nos tropezamos como dañino, envenenado, impuro… la oportunidad de enriquecernos. Sí, también en el diferente, en el antagónico, en aquel del que pretendemos renegar porque su vida no tiene remedio, porque si caminamos a su paso, o simplemente nos cruzamos con él en el camino, nos apestará con sus ideas. El que en su proceder vital no supo que a veces lo baches hay que cogerlos por el borde, porque si te cuelas dentro puedes salir dañado, o incluso quedarte atrapado en él.
Renegamos, criticamos gratuitamente, apartamos como si fuese un leproso de la sociedad a todo aquel que nos puede resultar tóxico, o lo que creo que es peor incluso: cual secta que lava el cerebro a sus acólitos, tratamos de hacerle ver que su vida es un asco, que sus equivocaciones solo tienen remedio si se une a nuestras ideas. No tenemos, generalmente, el afán de la corrección fraterna, de dar la mano para acompañar, no. En nuestra cabeza, demasiadas veces, se fija la idea de “sino estás conmigo estás contra mí”, y en un afán desmedido por convertirnos en mesías de carne y hueso.
Aunque todos sabemos que nacemos y comenzamos nuestro camino, se nos olvida que algunos no lo hacen con la misma comodidad ni condiciones en las que nosotros lo hicimos. Que las circunstancias de cada persona son únicas; que cada persona es un mundo: “Yo soy yo y mis circunstancias”. Y si muchos tuvimos la suerte de nacer en un hogar con unos valores, con una educación, con un calor familiar, otros no disfrutaron de ello, y todas esas circunstancias se convirtieron en baches, socavones, zarzales y dificultades en un camino que al igual que nosotros emprendieron un día.

Esa es la única idea que quiero plasmar en estas líneas. Aunque haya dado un rodeo para ello creo que está clara: No tratemos de convertir, sino de transformar. No tratemos de hacer cambiar a la gente: todos, incluso los de la peor calaña, tienen algo que enseñarnos; aunque solo sea cómo no tenemos que caminar o qué senderos debemos evitar. Seamos peregrinos con nuestra propia personalidad en una vida que se nos ha brindado para enriquecernos de experiencias venidas de donde menos esperamos. Seamos cuenco de barro, modelado de forma única para acoger vida y experiencias frescas que en el calor del camino, en el sofoco, supongan un trago fresco que enriquezca nuestra vida.