lunes, 1 de noviembre de 2010

A paso cambiado.


Stop, a la derecha, a la izquierda, dirección prohibida... ¿Qué decisión tomar cuando se tiene la convicción que cual sea la que decida será la equivocada y supondrá la multa y el descuento de puntos en el inmaculado carnet de conducir?
Tras un largo letargo, lleno de señales contradictorias y enfrentadas, vuelvo a sentarme delante del ordenador para otra cosa que no sea mirar el correo o consultar alguna página concreta buscando información igual de concreta. Ya veis que cuando al principio del blog dije que este no iba a seguir un orden cronológico habitual en las entradas y que tampoco me veía en la obligación de ser fiel a un calendario a la hora de escribir, no engañaba a nadie; básicamente porque me conozco y a veces ni escribir sirve para sacar lo que llevas dentro.
Voy a contaros una historia que muchos ya conoceis, como el que cuenta una y otra vez el mismo cuento a su hijo cuando se va a dormir, que no por repetido pierde su consistencia ni su sentido.
Había hace tiempo, mucho tiempo, un Hombre de bien que sabedor de todo el trabajo que tenía y por no quererlo descuidar ni dejarlo perder contrató gente para que se encargasen de su mantenimiento y cuidado. Regularmente pedía cuentas e informes a todos ellos de cómo marchaban los asuntos y uno por uno le contaban todo lo ocurrido en el último periodo: el ganadero daba parte de la cantidad de terneros y corderos nacidos y como había sido la evolución de su cometido, para bien o para mal; el labrador, al igual que el ganadero, también ajustaba cuentas de gastos e ingresos en lo que refería a su apartado. Y así, uno por uno iban pasando por el despacho del Dueño de las tierras para, conociendo la justicia y la generosidad de este, recibir su parte de beneficios sabiendo que El nunca pondría pegas ni desconfianza en los informes que le pasasen.
Había un apartado en el que el Señor ponía especial interés: Su jardín personal; todo el terreno que rodeaba su casa estaba adornado con lo más hermoso que nadie se podía imaginar. Y es que aun sabiéndose inmensamente rico, el resto de sus posesiones, todas las que la gente veía cuando pasaba por los caminos y por las que era envidiado y admirado por todo el mundo, no le importaban nada comparado con aquel trozo de tierra que rodeaban su morada y que todos los días, con su colorido, le daba los buenos días y le alegraba la vista cuando recién levantado se asomaba a la ventana a diario.
Para el cuidado de este jardín tenía el Señor contratado al que creía mejor de todos los jardineros y dada su importancia, siempre le citaba el último, después de haber liquidado con los demás, para dedicarle todo el tiempo necesario sin las prisas de una agenda repleta.
Entrevista a entrevista el Señor era informado de qué flores se habían plantado, de cuales habían brotado nuevas y de los pormenores que se suponían del mantenimiento perfecto de aquel, su particular "paraiso". El Señor quedaba satisfecho dado que suponía que su jardín estaba en las mejores manos.
Un día, paseando por el jardín hubo algo que le llamó la atención: el eficiente jardinero había cercado un trozo de este y le preguntó el motivo. El jardinero le pidió perdón por no haberle informado de ello, pero que, sabiendo de la generosidad de su Señor, no le molestaría que se reservase quellos cuatro palmos para sí mismo. El Señor, conociendo bien su jardín, y sabiendo que aquellos cuatro palmos eran lo mejores y más fértiles de todo el jardín, como prueba de su confianza hacia el jardinero, no puso pegas, aun no siendo de su agrado esta iniciativa personal de aquel.
Desde ese día el Señor se preocupó en ver como evolucionaba su jardín y a qué dedicaba aquella pequeña parcela, y día a día, se dio cuenta que en aquel rincón vedado se amontonaban preciosas flores y hermosas semillas que brotaban por doquier; pero que dado el poco espacio con el que contaban, se estaban ahogando unas a otras sin dejarse reventar en sus maravillosos colores y en su fragantes perfumes.
El Señor llamó a consulta al jardinero y le expresó su inquietud, siendo la respuesta de éste que ya que el Señor en su momento no mostró importancia por aquella segregación, tampoco debía mostrarla ahora por como lo mantenía. El Señor, de inmediato, despidió al jardinero diciéndole que si no era capaz de mimar su propio jardín, no era digno de mantener el ajeno, y que si no era capaz de dar su espacio de tierra necesario a cada flor, para que pudiese mostrar todo su explendor por el que se había plantada, mostraba ser un jardinero injusto, ya que todas las flores que había en su jardín, fuera o no detrás de la valla, merecían su espacio y su sol sin tener que pelearlo con el resto de semejantes.